viernes, 9 de julio de 2010

“Biografía Criolla (V de VI)-El cuento chino de Celeste “Peky” Cardozo”





Por Roque Domingo Graciano





b)“No te apurés. Hacé banco, hacé banco. Desde el banco, se aprende (1)


- Llegó al puerto de Buenos Aires en un mal momento. Había mucha resistencia contra los inmigrantes de origen eslavo porque eran acusados de causar una epidemia; pasó muchos días en el barco sin poder desembarcar. Sólo desembarcaron los pasajeros de primera clase, no los inmigrantes. Los víveres se agotaron y las privaciones se agudizaron. Si bien eran varones y mujeres curtidos, acostumbrados al sacrificio sin límite, hubo varias muertes. A los 10 días, aproximadamente, el barco salió del estuario del Río de la Plata y se dirigió al sur. Los inmigrantes suspiraron aliviados porque se rumoreaba que los iban a devolver a Brasil o retornar a Europa. Una noche, subrepticiamente, los bajaron en un puerto que, tiempo después, supo que estaba al “sur” de Mar del Plata. Lloviznaba y el viento del “sur” calaba los huesos. El bisabuelo se sentía contento; tenía la certidumbre de que en ese clima estaban sus hermanos. “Acá sí. No lejos de acá deben de estar.” Desde el precario puerto, en carretas los llevaron hasta Mar del Sur donde había un nuevo asentamiento de rusos judíos. Allí, se afincó trabajando para otros inmigrantes. Poco a poco, fue aprendiendo el español y mejorando su inglés. Una tarde, un mecánico de la zona le propuso que trabajara con él. Aceptó y se instaló en Mechongué, donde no sólo aprendió el oficio que le permitiría hacer una pequeña fortuna, sino que adquirió su nuevo nombre y apellido. “Vamos a conversar con el comisario a ver si te legalizamos, si no tenés papeles nunca vas poder tener nada a tu nombre.” El mecánico habló con el comisario quien miró al “polaquito” con dureza un largo rato. “Parece trabajador y curtido.” “Así lo es, señor.” “Pasá a fin de mes, cuando vengas a reparar la trilladora, voy a ver si ya te tengo los papeles.” A fin de mes, mientras hacían el mantenimiento de la trilladora en la chacra del comisario, se acercó el funcionario con unos papeles en la mano. “Tomá, a partir de ahora te llamás Roberto Ireneo Cardozo. Naciste por aquí, nomás. De lo anterior, ¡olvidáte! Cualquier cosa, que hablen conmigo.”

Con el aval del comisario y del mecánico García (“¿Vos te creés que mi apellido es García? En este país, hasta la luna es cuento chino.”) el nuevo Roberto Ireneo Cardozo tomó vuelo. Mensualmente, viajaba a Mar del Plata a comprar repuestos para las maquinarias agrícolas. Por los mismos motivos, visitaba Balcarce y Tandil. Un día, un agricultor de la zona lo contrató para que trajera una maquinaria que estaba depositada en Puerto Madero. Conoció Buenos Aires “desde otro lado”. No estaba en el barco sino que llegó de tierra adentro. No era el “polaquito” indocumentado sino Roberto Ireneo Cardozo, argentino, nacido en Mechongué, hijo de dos criollazos oriundos de Chivilcoy. Visto así, con casi 20 años y plata en el bolsillo, Argentina era un paraíso y aunque habitualmente le dijeran: “‘Rusito’, ¿no viste donde fue el capataz?”, se fue sintiendo cada vez más argentino.

Circunstancias de la vida lo sometieron a una prueba definitiva. Un mediodía, en Mar del Plata, entró en una casa de fotografías para hacerse unas fotos documento. La casa se llamaba Fotos David. Se tomó las fotos y pagó la seña. Todo normal. Cuando iba a retirarse, el fotógrafo le habló en letón y lo invitó a charlar, siempre en letón. También, el fotógrafo era del golfo de Riga y tenía una historia parecida. Él también había llegado a América buscando a sus hermanos que estaban en América pero en América del Norte, en el otro extremo. Se ofreció para ubicar a los hermanos de mi bisabuelo, le ofreció direcciones a donde escribir. Mi bisabuelo aceptó con la íntima certidumbre de que nunca escribiría. Cuando regresaba a Las Toscas, comprendió que verdaderamente era Roberto Ireneo Cardozo, que se había hecho a sí mismo y que nunca podría dejar la tierra negra y feraz de la pampa. “Aquí, no puede haber hambre.” Lloviznaba y la sudestada castigaba la chata que peludeaba en los caminos de barro.



[1] El Labuelo (El Ordenador)


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