jueves, 31 de diciembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano


l)“¡Se van, se van y nunca volverán!”


- Yo seguía con mi riguroso tratamiento antidroga ambulatorio. “Nada de alcohol, nada de anfetaminas ni yerbas raras.” En los ambientes universitarios, lo conocí al Pata Beltrami, rosarino, hijo de un contador ligado a compañías de seguro. Noviamos un tiempo y en 1969, después de recibirme, me casé con él; “se viste de blanco, después que pecó”.

Nos fuimos a vivir (fruto del azar) a un departamento de calle 8 casi 55, en la misma manzana, a menos de 100 metros, de las oficinas del Servicio de Inteligencia del Ejército. ¡Tuvimos un culo! Eso no es nada, en el departamento de abajo, vivía un profesor de la Escuela de Periodismo que estuvo involucrado en un secuestro y muerte resonantes en la ciudad de La Plata. Después, te cuento las consecuencias que tuvo esto.

Dejé la preceptoría y comencé a dictar horas cátedra; de preceptora a “profesora”. El Pata fue terminando su carrera de medicina entre manifestación y manifestación, entre consigna y consigna, entre “toma” de facultad y “toma” de universidad.

- Mi relación con los colegas fue buena y óptima con los alumnos. Creo que pequé de “muchachismo”; fue inevitable por el clima político del país y porque no terminaba de asumirme como “profesora”; los años de preceptora condicionaban mi relación con los alumnos. Para colmo, me tocó ejercer en una de las escuelas más convulsionadas de la ciudad, la “legión extranjera” de 12 y 60. Al poco tiempo, mi departamento era un anexo de la escuela. El permanente contacto con los alumnos me ayudaba porque el Pata siempre estaba militando, de guardia, cursando las especialidades o preparando finales. En ningún momento me sentía sola. Las chicas, sobre todo, me llenaban, me colmaban. Pasábamos noches enteras conversando: sus problemas personales, familiares, lecturas, películas. Nos conversábamos todo. Todo lo charlábamos. Todavía recuerdo con claridad la historia de varias de mis alumnas. La historia personal de ellas y de sus padres. Eran historias que me conmovían, me movilizaban. Iba a dar clase con 3 ó 4 horas de sueño.

Así, entre charla y charla, entre el humo de los cigarrillos y alguna furtiva copita de ginebra se fue Onganía, llegó Levingston e irrumpió el general Lanusse. Aplaudimos y vivamos a rabiar a Paladino, delegado personal de Perón (1) y peregrinamos a Vicente López cuando el general Perón regresó al país desde España, en noviembre de 1972. Acompañamos en los actos al tío Cámpora y las elecciones de marzo de 1973 fue un combate más que un acto cívico. Miles de personas nos reunimos en las escuelas para gritarle a los milicos “¡Lo mismo vamos a votar¡” porque entregaron las urnas con 4 horas de atraso. Querían doblegar la voluntad de la ciudadanía para que desistiera de votar. El 25 de mayo de 1973 fuimos masivamente al `centro´; en Plaza de Mayo, el pueblo feliz le gritaba a los milicos “¡Se van, se van y nunca volverán!” Volvieron en marzo de 1976 y ¡cómo volvieron! No dejaron títere con cabeza. Ahora bien, la movida había empezado antes, en 1974, cuando el primero de julio murió Perón. Bombas, asesinatos, secuestros. Asesinaban boleteros de cine. Los cadáveres eran arrojados desde los autos Ford Falcon color verde. Una pesadilla.



[1] Juan Domingo Perón (1895 – 1974). Presidente de la República Argentina (1946 – 1955 y 1973 – 1974). Militar en el arma de infantería. Político, fundador del “movimiento peronista” cuya estructura electoral es el Partido Justicialista. (El Ordenador)


sábado, 26 de diciembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano



k) “Después del 66, irrumpió con fuerza el peronismo en las universidades”


- Retomé mis estudios universitarios, recursé materias y rendí finales. No era el mismo ambiente universitario. Yo era muy grande para el resto de mis compañeros. Me costaba integrarme en un grupo para estudiar. La dictadura de Onganía de 1966 había intervenido las universidades pese al reclamo estudiantil: “Un solo grito: gobierno tripartito.” Aunque ilegal, había política universitaria. Después del 66, irrumpió con fuerza el peronismo en las universidades. Eso era nuevo y me alegraba. Los sindicatos eran objeto de análisis y debate por parte de la militancia estudiantil. Irrumpieron los curas tercermundistas y los curas obreros. Cualquier estudiante medianamente politizado conocía al dedillo la grilla de generales, coroneles, almirantes y comodoros de las fuerzas armadas. Los milicos, los sindicalistas y los curas eran las estrellas del espectáculo. Los políticos estaban absolutamente devaluados. En Saladillo, conocí a Alfonsín: un oscuro dirigente radical que perdía todas las elecciones internas contra Balbín. Cuando en una charla distendida, le dije que era peronista, me dijo que radicales y peronistas tenían una tarea en común y acto seguido me habló largamente del “peronismo de base”. Así, por boca de Alfonsín y por obra de la casualidad (estaba pasando unos días de descanso en casa de Clara, una compañera de estudios) me enteré que existía una corriente interna del peronismo que se llamaba peronismo de base (P.B.). En ese momento, no pensé que me casaría, tiempo después, con un militante de esa corriente ni que mi informante sería Presidente de la República al restaurarse las instituciones de la Constitución.

- Vietnam era el telón de fondo de nuestra generación. Veíamos esa guerra como una lucha de los buenos contra los malos. Nos construimos una visión esquematizada. No se hablaba de la guerra desde el dolor o el amor sino desde la ideología. La guerra nos justificaba y nos explicaba. El discurso bélico nos manipulaba y nos servía para manipular. Mi solidaridad con el pueblo vietnamita la sigo sosteniendo. No obstante, hoy, aquella construcción, la veo mezquina, estructurada a través de los cables de noticias de las agencias informativas. En este contexto histórico, en mayo de 1968 un grupo armado copó el Regimiento de Patricios(1) en Campo de Mayo. Antes, se habían escuchado unos petardos extraños en Santa Fe: un banco fue asaltado por delincuentes limpios y correctos en el trato que lucían uniforme policial. “Me di cuenta inmediatamente de que no eran policías porque hablaban correctamente y tenían buenos modales”, dijo una empleada del banco asaltado. El patio se fue poniendo cada vez más caliente. Con el “cordobazo”(2) el patio se recalentó. “Rapidito, rapidito que ya e’tamos calentito/ más ligero más ligero que nos ‘tamos calentado/ apurando, apurando el expediente que ya ‘tamos recaliente.”



[1] Regimiento escolta del Comandante en Jefe del Ejército. (El Ordenador)

[2] Rebelión popular que irrumpió en la ciudad de Córdoba derivando en incendios y saqueos. Posteriormente, las fuerzas de seguridad reprimieron con éxito. El general Juan Carlos Onganía, Presidente no constitucional, debió renunciar. Mayo de 1969. (El Ordenador)

domingo, 20 de diciembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez



Por Roque Domingo Graciano



j) “Viajamos a Europa”


- El Turco se separó de su mujer y se fue a vivir a un departamento de plaza España. Estaba dolorido, confundido. Durante una semana dejé de verlo. No quise presionarlo. “¡Qué se lama las heridas!” Después, reiniciamos la relación, con el mismo furor e ímpetu de antes. Cogíamos de claro en claro y de turbio en turbio. Había recuperado su confianza y su rendimiento era óptimo. Jamás acepté jugar el papel de esposa o cosa que se le pareciera. Nunca lavé un vaso ni hice un huevo duro. Me hacía servir como lo que era, su amante. Lo único que hacía en el departamento era arreglar las flores que las compraba a cuenta del Turco. Eso lo confundía al Turco. Conjeturaría con que yo iba a especular con un concubinato o matrimonio ahora que él estaba solo. ¡Jamás! Yo era su amante, su querida y no tenía otro proyecto que ése: ser su amante. Llegó a hacer, discretamente, ostentación de riqueza. Era el anzuelo. Supongo que a cambio de una posición más estable me exigiría fidelidad y honestidad. Mi atrevimiento en el sexo lo excitaba. Lo buscaba y lo temía. Me deseaba atrevida aunque a la vez, veía en mi conducta un impedimento para una relación estable, socialmente aceptable.

Viajamos a Europa: Madrid, Roma y París. De ahí a Nueva York y, por último, Río de Janeiro. Yo era una diosa. Acariciaba el universo con mis manos, con mis dedos. Pasado el tiempo, mi relación con el Turco se pudrió; no obstante, le debo días de gloria en mi vida. Me sentía eterna, inmortal, todo el planeta cabía en mis manos.

Madrid fue nuestra primera estadía. Todo bien. Magnífico. Comedores de lujo, cubiertos de oro. Una magnificencia imperial. En Roma, el Turco se descontroló por primera vez. Bebió dos o tres veces en exceso. Eso no era lo jodido. Lo embromado era que él, después, se sentía mal. Me miraba con desconfianza como pensando que yo lo llevaba a esos excesos. O que esos excesos lo ponían en inferioridad frente a mí, lo debilitaban. En esas circunstancias, tenía que trabajar para devolverle seguridad, confianza en sí mismo. En París, tuvimos un encuentro con gente de su colectividad y entre joda y joda fumó una hierba que ellos traían del Medio Oriente. Fumó fuerte y lo tuve 4 días descompuesto. De nuevo, un bajón anímico y ¡a levantarle el ánimo! En Nueva York, no bebió ni fumó en exceso. Fue un disloque inesperado. Fuimos a un club privado en donde, entre otros números, había un tipo que levantaba una botella de champagne con el pene. Era una pareja; la mina se desnudaba y lo excitaba; cuando el tipo estaba excitado venía el momento culminante: el levantamiento de la botella. Elogié el tamaño y la templanza del pene del tipo. El Turco, picado, me desafió a que me acostara con el tipo. Algo borracha, acepté el desafío. Llamamos al mozo y le enviamos la propuesta. El artista se excusó: “No es parte de su trabajo.” De alguno de los involucrados, salió la contrapropuesta de que podía tener sexo con otro tipo “mejor provisto” que el artista. En definitiva, no importaba el tipo sino la apuesta que teníamos con el Turco y acepté la oferta. En un apartamento privado, tuve el encuentro con el tipo. Realmente, cuando lo vi quedé horrorizada. Creía imposible que un ser humano tuviera un miembro tan grande: grueso y largo como el de un burro. Bueno, tuvimos nuestra relación y gocé. El tipo no sólo tenía tamaño sino también oficio. El Turco fue testigo de todo a través de unos vidrios colocados en la habitación. Cuando llegamos al hotel, el Turco estaba muy excitado. Con pequeños intervalos, tuvimos sexo hasta pasada la tarde, sin dormir y sin comer. Cuando ya anochecía, nos bañamos y nos dispusimos a bajar para comer algo. Me bañé primero y cuando me estaba cambiando escucho un golpe seco en el baño: el Turco se había caído. Llamé una emergencia médica y la misma situación anterior: deshidratación, cansancio muscular, arritmia cardíaca. Cuatro días en la pieza del hotel como unos boludos y, posteriormente, el mismo bajón anímico. Quería verme como una puta y cuando actuaba como tal, él se excitaba y en la excitación y goce, se quebraba. ¡Laberintos de la vida!

En Río, lo mimé. Me sentía triste porque tres meses de vacaciones llegaban a su fin. Paseamos por la rua do Branco como un matrimonio cuarentón. La llegada a Ezeiza me bajoneó. Sentía como que había perdido algo fundamental de mi vida. El Turco también estaba caído. En La Plata, durante la primera semana de nuestro regreso no nos vimos. Yo estaba muy bajoneada y no me alcanzaba a ordenar. Por consejo de una amiga, terminé yendo a un psiquiatra. Fue mi primer tratamiento de desintoxicación. “Nada de psicofármacos; nada de alcohol; nada de yerbas raras; sólo puede fumar tabaco. La cosa es seria y sería mejor que se internara 15 días”. Charlé con mamá y me interné 15 días. Cuando salí de la internación, estuve mucho con mis viejos, con mi hermano que andaba noviando fuerte y con otros parientes. El Turco pasó a un segundo plano; era consciente de que nos debíamos una charla. La charla se dio en un carrito de la costanera con una tira de asado, ensalada de lechuga, tomates y ¡agua mineral! El padre del Turco lo había apretado en forma: “Si seguís con la Gurisa Martínez no tenés más nada que ver en la sociedad. Si tu decisión es seguir con esa ‘bendeja’, te vas de la empresa y en lo posible te vas de La Plata. Nosotros nos hacemos cargo de tu mujer y tus hijos; vos, para nosotros, moriste.” Lo escuchaba lejano, lo veía en el medio del río aunque estaba a 80 centímetros de mis ojos. Sólo atiné a decirle “¡Andá a cagar!” Recogí mi abrigo, me subí a un taxi y volví a La Plata. Cuando cruzaba el parque Pereyra Iraola, en una hermosa tarde otoñal en la que se destacaba el amarillo de las hojas y el verde húmedo, decidí: “El ‘Turco’ murió”. Efectivamente, nunca más lo vi. Casi veinticinco años después, cuando asumí como subsecretaria en la provincia, me envió un fax felicitándome por mi cargo e informándome que se había retirado de los negocios y que tenía residencia permanente en Punta del Este. Le hice contestar su mensaje de salutación con una nota de rutina.


Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano



i) “Mataba un cóndor en las alturas”



- Lo del Turco. Un día, me desperté tarde para llegar a horario al colegio. Salí a calle 7 a buscar un taxi. ¡No pasaba un taxi! Cuando estaba desesperada apareció el Torino del Turco y él, muy gentil, se ofreció para llevarme. “Voy a Tolosa, a la escuela de Tolosa”, le dije. Pese a que él se dirigía en sentido inverso, insistió en acercarme hasta el colegio en el que yo trabajaba. Lo primero que me dijo es que conocía a mi padre, que le había vendido no sé qué maquinarias para la fábrica. A los 30 segundos de estar sentada en el auto, supe todo lo que iba a pasar entre nosotros aunque nunca imaginé que fuera tanto y tan bueno. En esa primera oportunidad, nos despedimos formal y distantes; los dos estábamos transpirados. Durante 15 días me dejé ver y me oculté. Me desesperaba por tener sexo con el Turco y a la vez, por primera vez, demoraba en concretarlo. Sentía un deleite en la certidumbre de un futuro previsto, clavado, inexorable, como dicho por Dios.

Entre mis amistades corría la versión de que un hombre casado no te aceptaba una cita el “sábado a la noche”. Jugué fuerte y, llegada la ocasión, le dije si me acompañaba el sábado a la noche al `centro´. “Hay una competencia de moto en Ferro; corren amigos de mi hermano.” Él aceptó aunque “Pelea Goyo Peralta[1] y quería verlo.” “Lo decidimos el sábado. Me gusta Goyo.” Me vestí, me arreglé, me perfumé para una batalla a muerte. Dormí una siesta robusta y fui discreta en mi dieta. No descuidé detalle. Mataba un cóndor en las alturas. A las 21, cuando tocó el timbre de casa salí vestida de guerra. Cuando me vio, vaciló un instante y se recuperó enseguida. Había sentido el golpe. Ni Goyo ni motos. Comimos y tomamos algo en La Biela de Junín y Quintana y antes de que el reloj diera las 12 de la noche, nuestros cuerpos se trenzaron en un combate que duraría más de lo que preví aunque menos de lo que deseé. Por dos años, nuestros genitales no se separarían. Por primera vez, no tuve fantasías con otro hombre.

En una ocasión, fuimos a un hotel alojamiento del Parque Pereyra Iraola. Estuvimos toda la tarde haciendo un sexo fuerte, sin inhibiciones, sin frenos. Cuando volvíamos para La Plata, me dice: “¿Comemos un choripán?” Estacionó el auto junto a un puesto de choripán. Pedimos sándwich y Coca Cola. Mientras comíamos, caminábamos por el pasto, alrededor del auto, a 15 metros del puesto de chorizos. El Turco iba tres pasos delate de mí, de repente, gira sobre sí mismo, hace un ademán, un gesto como que quiere decirme algo y cae de cara, como una bolsa de papas, tirando el sándwich y la Coca a la mierda. Me pegué un cagazo terrible. Grité. Los muchachos del puesto vinieron en nuestro auxilio. Llamaron una ambulancia de los bomberos de Villa Elisa. Intervino la policía. Lo internaron en Villa Elisa y tuve que llevar el Torino a la comisaría. Un despelote total. Un quemo absoluto. Resultado, el Turco estaba totalmente deshidratado, agotamiento muscular y arritmia cardíaca. Por supuesto, la familia fue informada. Apareció la mujer del Turco, el padre, los hermanos. Se pudrió todo. En La Plata, rodaron las versiones más antojadizas: que la amante había intentado matarlo, que la mujer había intentado matarlo, que había un envenenamiento. La gente dio rienda suelta a su imaginación y a sus deseos reprimidos. Por un mes, en la escuela, me miraban con un dejo de temor y curiosidad. Nadie, absolutamente nadie, me dijo algo aunque todos murmuraban. Me sentía muy mal, sola, aislada, diferente. Si no hubiera sido por las pibas y los pibes de quinto año, hubiera renunciado. Las chicas y chicos me esperaban y, antes de que pasara lista, me daban todos un beso, absolutamente todos. Nunca hablaron del asunto; me hacían reír, me contenían, me daban charla, me contaban sus cosas y sus anécdotas.



[1] Boxeador argentino (peronista) que en los años 60 hizo una camptaña en EEUU que el periodismo porteño denominó “exitosa” y enardeció a la muchachada del tablón. (El Ordenador)

domingo, 6 de diciembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano



h)“una juventud politizada”



- Mi relación con el Buda Cardozo se vertebró en la admiración que yo sentía por el militante. Estábamos inmersos en una juventud politizada. Mi politización comenzó en la lucha de la enseñanza “libre” contra la enseñanza “laica”. O la lucha libre / laica, como se la llamó. Yo estaba en el secundario en los años 57, 58 y participaba de manifestaciones y actos callejeros. Hacíamos fogatas en las calles. Nos enfrentábamos a la policía. Las obras en construcción, el empedrado de las calles y los calcáreos de las veredas eran nuestras armas de combate. La ciudad ardía de las 17 horas a las 21; se libraban decenas de enfrentamientos. No sólo era la lucha de los laicistas contra la policía sino de los laicistas contra los “clericales”[1]. Abundaban los garrotazos y pedreas. Con ese telón de fondo, ingresé a la universidad.

- Mis padres eran peronistas aunque la política jamás tuvo la menor injerencia ni presencia en mi familia. Cuando digo mi familia, no sólo abarco mi casa sino también la de mis abuelos, que vivían al lado. Se vivía con más fervor un partido de fútbol que una elección general.

Pese a esos antecedentes familiares, comencé a militar en la facultad. Venía motivada desde el secundario y seguí. De mi promoción de la Normal 3, he llegado a contar doce compañeros, de distintos partidos, que han sido diputados, secretarios, ministros y otros cargos.

En esas luchas, conocí al Buda Cardozo y me gustó. Era un tipo leal, discreto, inteligente, pero como marido, un desastre. No sólo tenía eyaculación precoz sino que no se preocupaba o no sabía cómo complacer genitalmente a una mujer. Se iba en seco (sin penetrarme) y sacaba un Colorado sin filtro y se ponía a hablar de política. ¡Andá a cagar! Eso no te lo aguanta ni una Carmelita Descalza. Además, teníamos tiempos distintos. Él buscaba una relación estable y yo, en esa etapa de mi vida, no estaba dispuesta a dejar de vivir para quedarme al lado de un tipo. Llegó a llevarme a Necochea y presentarme a sus padres como la “novia oficial”. ¡Me quería morir! Además, los viejos eran más aburridos que él. Tenían una empresa de pompas fúnebres, una funeraria. Una tarde, el Buda, estando en la funeraria, me agarró del brazo y me llevó hasta un galpón oscuro. Quería tener sexo conmigo en ese momento. Acepté. Cuando mis ojos se fueron adecuando a la oscuridad, descubrí que estábamos en un depósito de cajones para muertos. Fue la única vez que grité teniendo sexo con el Buda.



[1] La enseñanza “libre” estuvo fuertemente motorizada por los sacerdotes católicos. (El Ordenador)



jueves, 3 de diciembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez



Por Roque Domingo Graciano




g)“He tenido orgasmos con tipos que jamás me miraron y que he visto una sola vez en mi vida”



- Mientras tanto, seguía cursando la escuela secundaria. Asistía a la Normal 3, de 8 y 58. Durante el secundario tuve mucho novios; ninguno de la escuela. La escuela era mixta aunque había muy pocos varones. Me gustaban los hombres y me los bancaba. Para mí, un hombre no podía tener menos de 23 años. ¡Ya no me pasó lo del cementerio! Las relaciones las manejaba yo y me gustaba. Paralelamente a los novios, tuve amantes. También me los bancaba. Sentía necesidad de ser infiel, de tener otro hombre. He sido una mujer muy genital. Para mí, en mi juventud, las caricias debían comenzar en los genitales. Necesitaba el orgasmo primero, después la caricia, el elogio, el halago, el regalo. Mi cuerpo exigía sexo y cuando digo sexo digo genitalidad. Ser penetrada. Necesitaba y necesito el macho émbolo: el que penetra.

Mis amigas se enamoraban de la representación de la pareja; de cómo ella y él escenificarían, desfilarían; de qué imagen “venderían” en la confitería, en la peatonal o en el club. Yo me calentaba del tipo. En mi mente, no construía una pareja para un desfile social sino para tener sexo. El sólo pensar cómo me penetraría me producía un orgasmo. Cuanto más intensa era mi fantasía sexual, más gozaba y hacía gozar cuando se concretaba. No importaba que el tipo de mi fantasía fuera el mismo que el de la realidad. He tenido orgasmos con tipos que jamás me miraron y que he visto una sola vez en mi vida, en un negocio o en un bar.

Cuando me enamoré del Turco, por primera vez, tuve una vuelta sobre mí misma. Reflexioné sobre mi imagen, sobre la imagen que la pareja (el Turco y yo) proyectaríamos. Por primera vez, busqué “vender” una imagen. En ese momento, comprendí a mis compañeras; me sentí “mujer” en una definición clásica, tradicional.

- Conocí al Turco Habba, cuando yo trabajaba de preceptora en una escuela de Tolosa y cursaba el segundo año de la facultad; tenía 19 años. Siempre me levantaba tarde para ir a la escuela y tenía una directora que era una bruja. Encima, no tenía medios de transporte fluidos. Era costoso llegar hasta la escuela si bien estaba a 15 cuadras. La mayoría de las mañanas, me llevaba Juan, mi hermano, en moto. A veces, me tenía que ir caminando o en taxi. A esa hora de la mañana, siempre, me cruzaba con el Turco. Él iba en sentido contrario, hacia calle 12 donde tenía el negocio y yo hacia Tolosa, donde estaba la escuela. Los dos nos teníamos fichados. Reconocía su Torino plateado desde lejos. Sabía dónde tenía sus negocios, dónde vivía, quién era su mujer y los hijos que tenía.

Pese a que el Turco me interesaba nunca había charlado con él, ni siquiera lo había visto de cuerpo entero. Siempre lo veía conduciendo el Torino. Todo era de ojito, de mirada. Apenas un saludo, una inclinación de cabeza que yo no siempre contestaba. Así, pasó el tiempo.

- Por entonces, yo noviaba con el Buda Cardozo. En el plano de la genitalidad, la relación era un verdadero desastre. Vivía total y absolutamente insatisfecha y necesitaba vivir en plenitud mi cuerpo, sentir sexual, genitalmente.



lunes, 23 de noviembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez



Por Roque Domingo Graciano



f) “Varios años después, apareció la píldora anticonceptiva que, para mí, significa la revolución de la humanidad”


- Tuve la menarca a los 10 años y mi primera experiencia sexual completa con un hombre a los 12, en un cementerio. Quiero decir que fui penetrada inequívocamente. Antes había tenido caricias y acercamientos; incluso, caricias con el pene pero no penetración. No obstante, pienso que cuando fui penetrada en el cementerio, hubo una violación. O por lo menos, no fue una relación absolutamente consentida. A los 12 años hacía rato que tenía fuertes deseos sexuales y juegos eróticos. Ahora bien, esa vez, cuando fui penetrada, no quería.

- Fue en San José, una ciudad entrerriana; habíamos ido con mi padre, mi madre y mi hermano Juan a visitar a unos parientes de mi padre. Estuvimos tres días. Era verano, en el mes de diciembre. Con un tío lejano, Ramón Villarreal, y otros chicos estuvimos jugando en un parque donde había hamacas, sube y baja y otros juegos. También jugamos a la pelota. Jugando y jugando nos atrapó la noche y el tío y yo “nos perdimos” en un cementerio vecino. Mi tío tenía 21 años y ya habíamos tenido varias tranzas y, en realidad, los dos buscábamos otra posibilidad. Mientras jugábamos y se venía la noche, yo sabía que la aprovecharíamos aunque nunca pensé que iba a tener mi primer coito. Tampoco lo quería. Pero bueno, comenzamos a acariciarnos y a besarnos entre los panteones y las tumbas hasta que él comenzó a acariciarme el clítoris con sus dedos, al principio me enloqueció; de repente, comprendí lo que venía y tuve miedo; fui consciente de que se venía algo distinto, que no podía controlar, y traté de decir “no”, de quitármelo de encima, de impedirlo; pero fue brutal: con una de sus manos atenazó mis dos manos, por atrás de mi espalda, y con la otra me quitó la bombacha, me abrió las piernas y me penetró. Intenté una última resistencia, entonces él, me tiró de los pelos de la nuca hasta hacerme llorar. “¿Qué te creés porteñita? Con un macho, no se juega”, me dijo.

Quizá tenía razón. Tal vez, si él hubiera esperado, hubiéramos tenido una relación consentida. En verdad, necesitaba una relación sexual con un hombre. De cualquier manera, nunca más lo vi aunque después de lo del cementerio él se mostró afectuoso y complaciente.

Así, aprendí que los límites hay que ponerlos en tiempo y forma sino, no sirven.

A los 15 años comencé a usar diafragma. Su uso, por entonces, era costoso y restringido a grupos informados. Una de mis primas, casada, se lo debió colocar dado que no debía quedar embarazada por prescripción médica. La acompañé al `centro´ a hacerse los estudios y demás trámites y así, aprendí todo el mecanismo y su uso. Conseguí dinero y al mes siguiente, un verano caluroso, me colocaron uno a medida. En ese entonces, los diafragmas no eran estándares; se hacían a medida.

No lo conseguí sin lucha. La médica, una mina progresista y feminista, aducía que su uso, dada mi edad, podía transformar mi sexualidad y mi conducta de relación. Vacilaba. Ella estaba acostumbrada a colocárselos a mujeres grandes, de más de 30 años, casadas, con guita o por prescripción médica. Yo era una pendeja de barrio. Insistí y me pidió autorización de mis padres por escrito. Entonces, le conté lo que me había sucedido en el cementerio de San José. Me revisó los genitales y accedió. Incluso, me cobró mucho menos de lo previsto. La última vez que fui, me despidió con un beso maternal. En la Argentina, creo que fui una pionera en el asunto del diafragma, por lo menos en jóvenes de mi edad.

Varios años después, apareció la píldora anticonceptiva que, para mí, significa la revolución de la humanidad. Revolución, cambio, transformación con mayúscula. A mi entender, la historia de la humanidad se divide antes y después de la píldora. A partir de la píldora, la mujer maneja su maternidad, su sexualidad, su cuerpo. Hasta ese entonces, el hombre manejaba la batuta con el verso del preservativo. Él te embarazaba o no; él tenía el poder, la iniciativa. Te hacía un hijo y te quitaba del mercado laboral; no podías trabajar; no tenías plata; te recluía en una casa a lavar pisos y fregar ollas. ¡Cagaste! Él hacía “su” vida. Vos, la vida que “él” quería. No tenías opción.


lunes, 16 de noviembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano



e)“Ya estaba clavado para siempre en la ciudad de La Plata



- Mi papá era entrerriano, como te dije, y él decía “gurisa” en lugar de piba o chica; a mí, me decía “Gurisa, no vuelvas tarde.” o “No sé dónde fue la Gurisa.” Entonces, desde siempre, los del barrio me llamaban “la Gurisa”, “la Gurisa Martínez”.

- La llegada de mi viejo a La Plata es una larga historia y un sinuoso itinerario. Comienza cuando los padres de mi padre que trabajaban en el frigorífico Liebig, a pocos kilómetros de la ciudad de Colón, lo ponen a trabajar con un comerciante, don Atilio Cámpora, que tenía un expendio de comestibles y bebidas a pocos metros del portón de acceso a “la fábrica”. Al año, el patrón de mi padre cerró el almacén que tenía frente al frigorífico Liebig y se llevó a mi padre (que por entonces era un chiquilín de 9 años) a la ciudad de Colón, donde tenía otro almacén que era el núcleo central de su actividad económica. Allí, mi padre siguió creciendo, mientras llevaba los pedidos de los clientes en una canasta de mimbre, haciendo la limpieza del local o del depósito de mercaderías y cuanta tarea más le ordenara su patrón. Su jornada de trabajo comenzaba antes de las siete de la mañana y terminaba a las nueve de la noche, con un paréntesis de 3 ó 4 horas al mediodía.

El matrimonio de don Atilio tenía tres hijos: dos varones y una mujer (varios años menor) y su obsesión, desde siempre, fue instalarse en Capital Federal para que sus hijos pudieran estudiar una carrera universitaria.

Cuando los hijos de don Cámpora estaban estudiando en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, este tenaz y astuto almacenero pudo concretar su deseo larga y laboriosamente trabajado: compró un inmueble en calle Lope de Vega, a 80 metros de la avenida Rivadavia en la ciudad de Buenos Aires, con sus ahorros y una herencia que recibió su mujer. Acto seguido, instaló a mi padre en la nueva propiedad para que la limpie y la cuide mientras él seguía atendiendo sus negocios en Colón.

Así, por decisión de su patrón, mi padre, por primera vez, se encontró con cierta libertad y autonomía en sus actos, con algo de dinero para disponer, en medio de una gran ciudad.

Algo más, como la propiedad necesitaba obras de ampliación y refacción para que pudiera funcionar como casa habitación, local de negocio y depósito de mercaderías, don Cámpora contrató al constructor Jorge Limares para las obras. Mi padre (que por entonces andaba por los 16 años) debió hacer las veces de peón de albañil y, a la vez, vigilar y proteger los bienes de su patrón, don Cámpora.

Entre pitos y flautas, mi padre estuvo viviendo solo casi 2 años en Buenos Aires. Cuando la familia Cámpora se estableció en la calle Lope de Vega y se habilitó el nuevo almacén, a mi padre no le gustó nada tener que ir a dormir, de manera precaria, al depósito de mercaderías entre escobas, yerbas y detergentes. Había conocido otra vida, cuando estaba “encargado” de la casa, y aceptó su nueva situación de mala gana. A lo anterior, hay que agregarle que los hijos del señor Cámpora se mostraron agresivos e hirientes con mi padre, tal vez fruto de la edad y como consecuencia de la convulsión emocional que les produjo el cambio de casa, de ciudad y el nuevo horizonte planteado.

Por estas desinteligencias y por el estado de insatisfacción que lo embargaba, mi padre decidió volver a su casa natal en San José, Entre Ríos. No obstante, tampoco la permanencia con su familia lo satisfizo: no encontraba trabajo que lo gratificara y anhelaba Buenos Aires.

Así, entre changas y trabajos temporarios en el frigorífico, fueron pasando los meses. En una ocasión en que acompañó a un camionero para entregar una carga en la localidad de San Justo, en la provincia de Buenos Aires, se reencontró con el constructor Jorge Limares quien estaba realizando unas obras en una textil de la zona. Limares (con quien mi padre había colaborado cuando refaccionó la propiedad de Cámpora en calle Lope de Vega) lo entusiasmó para que viajara con él a Mar del Plata donde tenía que realizar varias obras de envergadura. Mi padre aceptó y así se inició en un oficio que no abandonaría por el resto de su vida.

En la fría Mar del Plata, se hizo oficial albañil y consolidó su artesanía cuando le tocó hacer el “servicio militar obligatorio” en la ciudad de Concordia.

Por entonces, los ciudadanos que eran convocados al “servicio militar obligatorio” debían cumplir todas las tareas que se les ordenara, independientemente de si tales tareas eran pertinentes o no. Te podían ordenar jugar al fútbol, cortar el pelo, hacerle los mandados a la mujer del cabo, pintarle el auto al sargento y así, cualquier, absolutamente cualquier cosa.

Mi padre fue afortunado. A los 15 días de estar acuartelado en el Espinillar(1), el sargento Trigo lo convocó. “Según tu declaración, vos sos oficial albañil. Estuviste levantado chalets en el barrio ´Los Troncos´ de Mar del Plata. Bien, el capitán ordena que vengas a trabajar conmigo. Si todo marcha en orden, cuando terminemos la casa del capitán te doy licencia hasta la baja. ¿Entendido?”

El sargento Trigo cumplió con su palabra. A los 10 meses, cuando terminaron la casa del capitán Esgorfio, le dio licencia hasta la baja. Ahora bien, esos 10 meses fueron de trabajo intenso pero también de aprendizaje profundo. El sargento era una exquisita mano de obra y nada egoísta. Le enseñaba a sus subordinados todos los secretos de la construcción de edificios.

Mi padre siempre decía que con Limares había hecho la primaria y con Trigo la secundaria.

Una vez liberado del ejército (donde jamás tuvo en sus manos un arma ni usó uniforme militar) volvió a Mar del Plata a seguir trabajando con Limares.

Una tarde, cuando estaban trabajando en una obra en la ciudad de Miramar, reciben una visita inesperada: don Atilio Cámpora, el antiguo patrón de mi padre. La razón de su visita tenía una motivación puntual: una pirotecnia le había quemado el depósito de mercaderías, el local del almacén y parte de la casa habitación, en Lope de Vega. El inmueble necesitaba una refacción inmediata para poder seguir funcionando. Ahora bien, la convocatoria de don Cámpora no se limitaba a la refacción de ese inmueble. Tenía un proyecto más ambicioso que involucraba obras para el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en la ciudad de La Plata.

De tal suerte, al cabo de 12 ó 15 meses, mi padre y el señor Limares se encontraban trabajando en la construcción de un edificio en calle 14 entre 56 y 57 (detrás del Ministerio de Educación) para el gobierno de la provincia.

A esta obra, le siguieron otras refacciones y ampliaciones. Por esos años, mi padre conoció a mi madre a través de mi abuelo materno que era carpintero de obras y vivía en una casa de “cuatro puertas"(2) en la zona de 16 entre 51 y 53. Se casaron y cuando Juan y yo éramos chicos, papá abrió una fábrica de mosaicos y calcáreos. Ya estaba clavado para siempre en la ciudad de La Plata.



(1) Acantonamiento militar, en las proximidades de la ciudad de Concordia. (El Ordenador)


(2) Conjunto de casas construido en el eje fundacional de la ciudad de La Plata (entre las calles 51 y 53), en la década de 1880. Eran conventillos habitados por inmigrantes. El conjunto estaba organizado en “cuatro unidades” funcionales con accesos independientes. (El Ordenador)






Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano


d)“Me despertaba con ´El club de barbas´”


- La radio era una presencia permanente en mi casa, como la tierra y el aire. A la mañana, en la cocina, estaba clavada en Radio Provincia. A la tarde, se escuchaban los radioteatros por Radio Porteña. Los domingos, el fútbol por Rivadavia.

Me despertaba con ´El club de barbas´ que por Radio Rivadavia dirigía Rubén Aldao. Era un programa diferente. Fue el primer programa moderno en las radios argentinas. No intentaba melonear sino entretener. Carecía de formato. Se adelantó en décadas a otros conductores radiales. Tito Alarcón daba la temperatura desde el Hipódromo de La Plata.

Cuando había convulsiones políticas, se escuchaba Radio Colonia.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez

Por Roque Domingo Graciano



c)“la sala oscura donde un caballo blanco corría un tren o una mujer buena lloraba sobre un cuerpo querido”



- El cine tuvo una presencia fuerte en mi infancia. Los domingos, después del almuerzo, 10 minutos o 15 antes de las 13 horas, salíamos para el cine en caravana. Las matinés comenzaban a las 13,30 horas.

Éramos no menos de quince chiquilines. A medida que avanzábamos por calle 7, se iban incorporando otros chicos, compañeros de la escuela o vecinos del barrio. El despelote comenzaba antes de salir de casa. En la puerta, me esperaban cuatro o cinco compañeras y parientas; cantaban, chicaneaban, saltaban, se reían; cuando yo salía a la puerta me aplaudían, gritaban y nos poníamos en marcha, entre cantos, risas y peleas.

La Plata estaba llena de cines. Nosotros íbamos preferentemente al Astro o al Mayo que estaban en calle 48, entre 7 y 8, uno frente al otro. El cine Rocha estaba a la vuelta, en la misma manzana, en 49 entre 7 y 8. A la cuadra y media, sobre la 7 estaba el San Martín. Eran salas inmensas, faraónicas. Tengo entendido que cabían no menos de 600 personas. También íbamos a otros cines: el Cine 8, el Select, el Belgrano, el Master, el Cervantes, el Roca (frente a la estación). Creo que me olvido de uno o dos más. En los cines Belgrano y Roca daban “continuado”: no había secciones, durante todo el día, de 11 de la mañana a 1 de la madrugada, sin solución de continuidad, proyectaban las mismas películas.

- Abundaban las películas nacionales, de Luis Sandrini, de los Cinco Grandes del Buen Humor, Olga Zubarry, la Moreno, Tita Merello, Alberto de Mendoza. También, veíamos películas de “cowboy”. El espectáculo no sólo era el film que proyectaban sino el entorno: la sala con cientos de pibes, las golosinas, las peleas, las alianzas y las primeras “franelas”(1)

Las matinés terminaban a eso de las 17 ó 18 horas. Cuando salía, tenía frío; me sentía como viniendo de otro mundo. El sol ya no estaba. Anochecía en el empedrado húmedo de las calles. Estaba nublado y el viento del “este” presagiaba lloviznas. Si bien entrábamos en patota, regresaba con una o dos chicas, habitualmente, mis primas. Caminábamos presurosas; casi no hablábamos; como si toda nuestra energía y nuestra alegría de vivir la hubiéramos derramado en la sala oscura donde un caballo blanco corría un tren o una mujer buena lloraba sobre un cuerpo querido.

Tardaba horas en reencontrarme.

Los sábados íbamos al cine en familia, con mis padres o mis tías. Había doble función. A las 18 horas, veíamos una película, “la película de la semana” y a las 21 horas, en sección nocturna, veíamos dos películas más. De una sección a otra, a veces, cambiábamos de sala. En el trayecto, comíamos y tomábamos algo; rapidito, de pie. La sección nocturna terminaba después de la media noche. Regresábamos a casa en taxi.

Veía, como mínimo, seis películas por semana. Generalmente, eran más porque los miércoles me hacía una escapadita, con alguna prima o compañera del colegio, al cine San Martín donde daban películas policiales o de espías. Allí, conocí el cine francés y el cine norteamericano que no era de Hollywood.

- La censura en el cine argentino existió siempre, hasta entrada la década del 80, hasta el advenimiento del alfonsinismo. No obstante, cuando yo era chica no tenía idea de que una película podía ser censurada. Jamás, en mi familia o entre mis amigos, se habló de censura. Para mí, la censura como fenómeno cinematográfico apareció en la década del 60, fines de los años cincuenta. Cuando niña, íbamos al cine y veíamos una película con la espontaneidad con que te comías una manzana. Te gustaba o no te gustaba y listo. No nos problematizábamos. No teorizábamos. Conocíamos los nombres de los actores; no conocíamos los de los directores. Los directores me comenzaron a interesar en mi primera juventud, años después.

En los años 60, apareció un tal Tato, el gran censor. ¡Vaya a saber quién era ese tipo! Cuando no podías ver una película o una secuencia, el periodismo decía que Tato lo había prohibido. No sé si era un ser de existencia real o ideal. En ese entonces, vi El último tango en París; no entendí un carajo. Años después, la vi en Europa y comprendí por qué no la había entendido: la versión argentina carecía de la escena clave para desentrañar la psicología del protagonista.



(1) Caricias y besos de motivación sexual. (El Ordenador)