jueves, 29 de octubre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano




a)“Nunca acepté pasarme sentada estudiando, horas y horas, para engordar como una vaca



- Nací en la ciudad de La Plata, en el barrio de Plaza Italia. Mi viejo era entrerriano y mi vieja era platense, hija de una familia de italianos que llegaron a principios del siglo cuando La Plata se estaba edificando. En mi niñez, en Plaza Italia había liebres y la diagonal 74, entre avenida 7 y calle 1, en dirección a las vías del ferrocarril, era un lodazal que ni los carros de los carniceros, tirados por caballos, podían transitar. Los carros de Raffo, con tres caballos, llevaban grasa que recogían de las carnicerías. Exhalaban un olor a podrido que ahuyentaba hasta los perros.

- Raffo era una empresa situada en el sur de la ciudad, por la zona de 72 y 15 que se dedicaba a procesar la grasa animal. Se la conocía como la jabonería de Raffo; supongo que fabricarían otros productos además de jabón.

El centro de la ciudad de La Plata se extendía de calle 46 a calle 54. Ocho cuadras. No mucho más que eso era la ciudad. En la década del 50 pegó un estirón grande que se incrementó en la década del 60; la expansión continuó en la década del 70, cuando La Plata se transformó en “una ciudad más” del Gran Buenos Aires.

En mi niñez, no recuerdo haber usado ómnibus; usaba el tranvía para desplazarme. Algunos vecinos de mi barrio tenían pequeños carritos, se los llamaba “canastitos”, tirados por caballos. Los usaban para desplazarse dentro de la ciudad. La bicicleta la usábamos en nuestros juegos infantiles; no era una herramienta de trabajo; al menos, en mi familia y en mi barrio.

Cuando recuerdo mi niñez, pienso que éramos pobres en una sociedad pobre.

Mi casa estaba en calle 43 a 25 metros de calle 7. Era una casa chorizo, típica de La Plata. Al frente, la habitación que daba sobre la vereda era el comedor, un salón grande. La habitación que la seguía, hacia atrás, era el dormitorio de mis padres, después el dormitorio mío, después el de Juan, una vieja cocina que servía como depósito, más atrás el baño y por último la cocina que se barría después de comer. Paralelo a ellas había una galería. Todas las habitaciones tenían una puerta hacia la galería. La entrada a la casa se hacía por una puerta que estaba al costado del comedor, donde comenzaba la galería. Al costado de esta galería, había un jardín. A la altura de la cocina, el jardín se cortaba y lo seguía una parra hasta donde terminaba la cocina y la edificación de la casa. Más allá de la parra y de la cocina había una huerta de unos 15 metros por todo el ancho del terreno, 10 metros. Todo el lote era de 10 por 45 metros. Al lado, en un lote similar vivía mi abuela materna y una tía con sus hijas. Las casas eran iguales y enfrentadas; las galerías se miraban, se oponían. Al principio, no había gas en la casa. Al gas lo instalaron cuando yo tenía 5 ó 6 años. Desde entonces, hubo gas en la cocina y en el baño; en el resto de la casa nunca hubo.

- La casa no era confortable. La galería protegía pero, en invierno, salir del baño o de la cocina, con el viento y la llovizna, era una verdadera proeza.

- Cuando niña, no me bañaba diariamente. En invierno, pasaban semanas sin bañarme. Me lavaban los pies y las piernas pero no era un baño diario. Los fines de semana, mi mamá me lavaba la cabeza con alcohol y un peine “fino”. Me limpiaba el cabello con un algodón impregnado en alcohol. Después, me pasaba un peine de dientes muy delgados y juntos unos con otros. También, me higienizaba el ano y los genitales y me cambiaba la bombacha. El único que se bañaba todos los días era mi papá porque su trabajo se lo exigía; tenía una pequeña fábrica de mosaicos y llegaba, todos los días, impregnado de cemento. Mamá encendía un brasero y, media hora antes de que llegara papá, lo ponía en el baño con una olla de agua hirviendo; también instalaba una palangana en un posa palangana de pie.

- Fui a una escuela primaria de provincia, en el barrio, en calle 8. A la misma escuela, iban mis primas y otros parientes así que siempre me sentí acompañada, protegida. En la escuela, me gustaba jugar. Me encantaba saltar a la soga. Saltaba a la soga como los boxeadores. También jugaba a las figuritas y me sentaba a charlar en la base del mástil para mirar los chicos que estaban del otro lado; eso lo hacía para acompañar a mis primas; yo prefería jugar a la mancha, a la soga. Me saltaba y me corría todo el patio de la escuela. En el grado, tenía compañeras que me miraban por arriba del hombro, pero yo era negra, grandota y lideraba un grupo importante de chicos y chicas que eran parientes y vecinos míos, así que les hacía la vida imposible a las que se hacían las vivas. Alguna maestra, por ahí, intentó discriminarme pero se guardó cuando captó que yo no estaba sola, que tenía como veinte alrededor mío, entre parientes y vecinos. Además, siempre tenía dinero para comprar caramelos, figuritas y otras chucherías, lo que me daba presencia entre mis compañeros.

- Las figuritas eran nacionales o importadas. Estas últimas eran las más caras y las más requeridas por las chicas. También, las que tenían brillos (nacionales o importadas) eran apreciadas.

El juego consistía en colocar dos figuritas (una de la banca y otra de la desafiante) dentro de un libro, detrás de la tapa y de la contratapa. La banca daba vuelta el libro rápidamente para un lado y otro mientras cantaba “Titiritero cara de cartero.” El punto o desafiante debía acertar dónde estaba la figurita de ella o de la banca. Si acertaba, se llevaba las dos figuritas. Si no acertaba, quedaban para la banca.

También, se usaban las figuritas para canjear.

- A mí, nunca me gustó estudiar. Nunca acepté pasarme sentada estudiando, horas y horas, para engordar como una vaca. No lo hice en la primaria, tampoco en la secundaria, ni en la facultad. En la primaria, a la tarde, antes de las 3 de la tarde hacía los deberes, guardaba los útiles, cuadernos y libros en la cartera y ¡hasta la mañana siguiente! Si tenía alguna dificultad, me ayudaban mis primas que vivían al lado de casa. En 2 horas liquidaba todo y ¡a jugar! En el secundario, fue más o menos lo mismo. En la facultad fue otra cosa pero, bueno, no te vayas a creer que dejé de veranear por aprobar una materia.

- En los primeros grados de la primaria, jugábamos con muñecos de trapo que vestíamos y desvestíamos. Las “nenas” tenían pelo rubio. También, con cunitas, cochecitos, batería de cocina con pavita y sartén. Los días de lluvia o de frío jugábamos dentro de la casa. Nos disfrazábamos con sombreros y ropa antigua que nuestras madres nos daban para que nosotros jugáramos. Los días de sol, jugábamos al elástico(1) o a la rayuela en la galería o en la vereda.



(1)Cinta elástica en forma de “0” (cero) acostado. La cinta era tensada por dos niñas con las piernas, las manos o la cintura y una tercera jugadora saltaba a distintas alturas formando diferentes “figuras”. (El Ordenador)


lunes, 19 de octubre de 2009

Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo



Por Roque Domingo Graciano



p)“Jugá tu trampa tranquilo que el naipe que tenés, Dios te lo puso en la mano(1)”


- Simón se ha mudado. Vive en Bernal, cerca de la estación ferroviaria, en calle Avellaneda, a unas cuadras de la Biblioteca Rivadavia. Hace cosa de 2 años armó una pareja estable. Compró una casa confortable de dos plantas, con parque y jardín.

- Hace una ponchada de años, al sur de la ciudad de Mar del Plata (en la zona de playa La Serena) apareció el Vasco Gorostiaga de oficio pocero(2). Joven, a los 19 años, comenzó a noviar con Norma Fernández, una chiquilina de la zona, hija de una familia evangelista, cumplidora a raja tablas de los preceptos bíblicos y demás mandamientos. “La Norma era unos años menor que él, de carácter fuerte tirando a agrio, lectora y cumplidora de la Biblia al mango. El Vasco la quería y lo seducía su vuelo intelectual y la rigidez de su conducta. Noviaron 6 años en la más estricta abstinencia sexual, permitiéndose como toda licencia un fugaz beso en los labios y un leve roce de sus cuerpos. Durante el noviazgo, el Vasco tuvo algunas experiencias sexuales con prostitutas de la zona sin gratificación; en parte, porque ya estaba fuertemente penetrado por la prédica evangelista.

Se casaron y, en cuanto a lo sexual, no hubo mayores variantes. Norma buscaba, exclusivamente, la procreación y se prohibía cualquier sensación de placer. Esta situación enloqueció al Vasco. Sintió asco de sí mismo. Odió a su mujer y tuvo gestos de rebeldía que fueron acallados, rápidamente, por el rígido discurso evangelista y el carácter pétreo de Norma.

En lo laboral, el Vasco seguía haciendo pozos y levantando molinos de viento, lo que le permitió consolidar una posición económica, en una suerte de compensación por sus penurias matrimoniales.

Compró un predio en San Eduardo (20 kilómetros al sur de La Serena) y edificó un galpón de 300 m2 (instalado con torno, soldadoras, cortadoras, perforadoras y demás herramientas), una casa de dos plantas de 120 m2 y una casa similar para alquilar a los turistas, en una colina con vista al mar.

El hijo deseado por Norma no llegó, posiblemente, porque para tener hijos es necesario, habitualmente, tener cierta actividad sexual y la pareja dejó de tener sexo después de las primeras frustraciones. En sustitución, adoptaron un niño, hijo de una parienta lejana de Norma.

Cuando el chiquilín entraba en la pubertad, Norma murió envuelta en plegarias, limón y cicuta.

El Vasco sintió una sensación de libertad e intuyó la posibilidad de un universo distinto. Los vientos helados del Atlántico sur no habían mellado su cuerpo y a los 37 años, se sentía entero. Devolvió el hijo adoptivo a la madre biológica con una fuerte suma de dinero y a la familia de Norma, le regaló una camioneta Ford F100 diesel, “necesaria para visitar a los hermanos”. Todos quedaron satisfechos y el Vasco se quedó solo, sin odio ni rencores, contemplando desde su acantilado el manto de estrellas y el frío, neblinoso mar del invierno.

En el otoño del año 1995, el pastor de la iglesia, con quien mantenía una relación semanal, lo tentó para que viajara a Cuba.

- “Castro está permitiendo una cierta actividad religiosa y necesitamos retomar contacto con antiguas familias evangélicas. El régimen castrista vive actualmente del turismo. Son miles los argentinos que viajan a la isla. A vos, no te tienen identificado como perteneciente a la iglesia. En lo posible, estudiá la posibilidad de pagarte el viaje y los gastos. Tomálo como parte del diezmo.”

- “Sobre la plata, no hay problemas pero tengo unos trabajos pendientes.”

- “Tomáte tu tiempo.”

La misión era, básicamente, observar y, de ser posible, dejar algún tenue mensaje, del tipo: “estamos presentes”. En junio de 1995, el Vasco Gorostiaga desembarcó en La Habana. Se hospedó en el hotel Capri y de allí arregló una excursión “por tierra” hasta Santiago de Cuba con varias escalas intermedias: Matanzas (“solitaria y coqueta”), Cienfuegos, Ciego de Ávila, Santa Cruz del Sur, Bayano (a orillas del Salado) y Santiago de Cuba en la provincia de Oriente. El itinerario lo cumplió sin problemas en el término de 73 días. Fue hasta Santiago de Cuba con las escalas previstas y volvió a La Habana repitiendo las mismas paradas. El resultado fue magro. La mayoría de las familias evangélicas habían emigrado hacia La Habana. Otras, militaban en el ateísmo oficial “con la vehemencia del converso”. No obstante, cuando pudo dejar un mensaje, lo hizo.

Si los resultados “evangélicos” fueron flacos, en cambio, fue rica la experiencia del Vasco en el plano afectivo y sexual. Desde su arribo a La Habana, se le hizo cuesta arriba mantenerse casto, en medio de un pueblo joven y caliente que miraba descarada y codiciosamente a ese “sozinho” cuarentón, colorado y grandote, portador de una billetera henchida de dólares.

Como “débil es la carne” y Dios nos hizo imperfectos, el Vasquito sucumbió en varias oportunidades, descubriendo una sexualidad que opacaba sus más osadas fantasías.

La frutilla del postre lo esperaba al final. Cinco días antes de embarcarse para Buenos Aires (nuevamente en el Hotel Capri de La Habana), conoció a Simón cuando coincidieron (y se reconocieron como argentinos) en una toma de fotos desde la terraza del hotel, junto a la piscina, desde donde había una excepcional vista de la ciudad y el mar. Compartieron un trago y a la noche salieron de farra. Ni esa noche ni las noches subsiguientes tuvieron un gesto de inhibición. No se privaron de nada. Armonizaron sus respectivos regresos y con el correr del tiempo, ya aquí, en la Argentina, consolidaron la pareja.

El Vasco vendió sus propiedades de San Eduardo. Ahora, vive con Simón en Bernal.

- Creo que como padre he sido un pésimo padre. Peor marido y hermano. Como hijo he sido aceptable, lo mismo que como veterinario por aquello de que “el hijo del quinielero, quinielero sale.” Como político, un desastre. Un amigo leal; eso creo. Básicamente, me siento guitarrero. Cuando deba enfrentarme a Dios, quisiera hacerlo con una guitarra en mis manos y Él recordará que en las cuerdas de mi guitarra, ¡hasta las monjas bailaron!(3)



(1) El Labuelo. (El Ordenador)

(2) El que hace pozos para la obtención de agua para consumo humano, animal o para riego. (El Ordenador)

(3) Últimas palabras de Adolfo en el relato. (El Ordenador)


Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo




Por Roque Domingo Graciano



o) "No se puede tocar el pasado impunemente"



- Le tengo terror al pasado. Hay personas que entran y salen del pasado con fluidez y elegancia; no es mi caso; quedo atascado, como maniatado, atónito, sin gestos ni palabras. Mi primer pasado fue Paraná. Cuando volví a Paraná desde La Plata, me encontré descentrado, inarmónico en mi ciudad natal y con mi familia. Personas que me habían visto nacer y crecer me miraban de una manera rara, extraña, lejana. En calle San Martín, había (y aún debe haber) una librería en la que yo desde chico iba a comprar papelería para la oficina (vendían libros, formularios y otros materiales relacionados con el papeleo); uno de los dependientes, Ricardo, era 3 años mayor que yo; la frecuentación periódica y la escasa diferencia de edad hizo que entabláramos una amistad que se prolongó en reuniones sociales y encuentros en la playa. Durante mis primeras vacaciones en Paraná, fui a la librería a comprar unos libros para regalar. Lo busqué a Ricardo para que me atendiera y me atendió frío y distante; cuando quise entablar un diálogo sobre la playa o sobre algunas gurisas me cortó con una pregunta “¿Lo pagás en efectivo o lo anoto?” Me dejó de la nuca. Salí de la librería como pisando huevos; sudado. Nunca más volví. A los pocos días, cuando me estaba olvidando de Ricardo me crucé en la esquina de mi casa con una de las gurisas de Cúneo. Charlamos brevemente y cuando nos despedíamos, con dulzura, sin agresividad, me dijo: “¿Por qué hablás como porteño? Vos sos entrerriano. Debés hablar como entrerriano.”

Me cagó.

Años después, mientras le mostraba a Adriana las obras conexas al túnel subfluvial, un chiquilín de 6 años que estaba jugando en la rambla con unos autitos, desde abajo, sin mirarnos, dijo: “¡Porteños de mierda, hijos de puta!”

- Claro. La fonética es una exclusión o una puerta de entrada. A mí, lo que me caga es que me contamino inmediatamente del dialecto que me rodea. Si voy a Córdoba, a las 48 horas hablo como un cordobés; lo mismo me pasó en Centroamérica, México o Ecuador. ¿Mimetismo fonético?

- Otro tanto me pasó cuando regresé a La Plata desde Ecuador, en 1982. Llegué exultante y me miraban desde abajo, como a un extraño, con desconfianza. Me sentía observado a la distancia, con temor y ocultamiento.

No se puede tocar el pasado impunemente. El pasado golpea, remueve, hiere, por sobre todo, incomoda; te deja out.

- Adriana vive no lejos de aquí y jamás se me ocurriría visitarla. Ella también es mi pasado y le temo. No por lo que ella es sino porque es mi pasado. A veces, voy a su casa, cuando me invita Mariana o para el cumpleaños de alguno de los chicos; en tal caso, trato de que mi visita sea breve y nunca quedarme solo con Adriana. Busco la brevedad y la distancia.


lunes, 5 de octubre de 2009

Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo



Por Roque Domingo Graciano"



n) "El Gato creía que los psicólogos enturbian las aguas para ocultar las cartas"



- Siempre, he tenido resistencia hacia los psicólogos. Desde que vivo en este departamento, me siento bien, en armonía conmigo mismo, como en una dimensión diferente. Cultivo nuevas amistades y nuevos entretenimientos que me gratifican. No me arrepiento de lo vivido y me agrada mi actual manera. Tal vez, hace un tiempo (durante los últimos años que estuve con Adriana), hubiera necesitado un apoyo psicológico. Sin embargo, resistí; rechacé al psicólogo.

- Recuerdo que, un poco en broma y un poco en serio, el Gato planteaba el siguiente escenario. Un psicólogo recibe un enfermo de agorafobia(1); la sanación, en esa hipótesis, es sencilla: debe salir todas las mañanas a realizar un corto paseo acompañado por una persona de su aprecio y confianza; progresivamente se irá recuperando ¿Qué psicólogo prescribiría ese diagnóstico? Ninguno, porque pierde inmediatamente un paciente, una fuente de ingresos. Peor. El paciente tratado y sanado divulga el tratamiento y el psicólogo pierde potenciales clientes de quienes vive, gracias a los cuales veranea, mantiene la familia, hace deportes y se da placeres varios.

- El Gato creía que los psicólogos enturbian las aguas para ocultar las cartas y, al respecto, contaba una anécdota. En su militancia, conoció a un tal Miguel Ángel López, albañil, habitante de la “villa” de 14 y 532, casado con 4 hijos (2 varones y 2 mujeres). López era un militante gremial de empuje y convocatoria; a un grito de él, los monos se descolgaban del andamio y paralizaban la obra. También, era alcohólico y golpeador. Le pegaba a su mujer y a la hija mayor (una chiquilina de unos 16 años). No le pegaba a los varones ni a la nena menor que tenía menos de 3 años. Esta conducta lo descalificaba como líder sindical y lo ponía bajo la suela de la taquería. El Gato se propuso recuperarlo e ideó una estrategia sencilla y aparentemente ingenua que le permitía controlarlo “políticamente” sin herir una personalidad difícil, con gruesas aristas. Lo visitaba 3 veces por semana en su precaria vivienda de la “villa”. Las charlas comenzaron siendo políticas y gremiales; a veces, se les incorporaba un vecino o un compañero de trabajo de López. Con el pasar de los días, las charlas se fueron haciendo cada vez más individuales y relegaban la problemática político-gremial. El punto de inflexión fue un hallazgo absolutamente casual. Una tarde en que López estaba trabajando, unos predicadores evangelistas dialogaron y le dejaron una Biblia a la mujer de Miguel Ángel. La Biblia quedó sobre la mesa y, al anochecer, mientras El Gato conversaba con López, la abrió y, distraídamente, leyó un fragmento. La conversación derivó hacia la religión y lo religioso. Miguel Ángel López se declaró ateo y descalificó a los curas y a los predicadores evangélicos. El Gato era agnóstico, de familia con reconocida militancia atea. No obstante, dejó discurrir el diálogo sin pronunciarse categóricamente. Más que lo que López decía, le interesaba el “cómo” lo decía. El Gato nunca había leído la Biblia y le pareció que era un discurso rico y enriquecedor que podía vertebrar su relación con el albañil. Así, día tras día, las charlas con López recaían en la Biblia y en la lectura de un fragmento que el Gato explicaba sin sectarismo y de acuerdo a su leal saber y entender. En entrevistas posteriores, sucedieron dos hechos que marcaron la relación. Una noche, el duro albañil estalló en llantos y le confesó que era alcohólico y golpeador. El Gato lo contuvo afectivamente y le dio comprensión. El albañil redobló la apuesta y le dijo que quería dejar de tomar, que no tomaría más. Esto lo sorprendió al Gato porque nunca se había hablado del tema; trató de calmarlo y sin presionarlo lo apoyó en su decisión. Tal como se había propuesto, Miguel Ángel López dejó de tomar.

El otro acontecimiento que lo sacudió fue cuando se percató que cuando él (el Gato) leía la Biblia, toda la familia lo escuchaba; la mujer, desde la cocina y los hijos, detrás de las cortinas, en el dormitorio. “Me sentí un vergonzante predicador evangélico.”

- El Gato no le daba una interpretación milagrosa ni religiosa a la curación de López. Para él, cualquier discurso compartido colabora en el equilibrio emocional, intelectual y social. Sea este discurso bíblico, deportivo, literario, televisivo, cinematográfico, político o el que fuere.



(1) Perturbación emocional ante los espacios abiertos. (El Ordenador)