viernes, 26 de febrero de 2010

Biografía Criolla (IV de VI) Las deliberaciones de Antonio "Pata" Beltrami




Por Roque Domingo Graciano



a)"Nuestros juegos eran la bolita, la figurita, la pelota al hoyo y el fútbol, que era el juego principal"



- En mi casa paterna vivíamos mis viejos, mis dos hermanos y yo. Cinco en total. Era una casa de dos pisos (“sobrado” le dicen en Brasil). Una generosa vereda con césped y lajas, un cerco verde de siemprevivas. Un amplio jardín con rosas que cuidaba mi madre y huerta alrededor: frutales, nogal, limoneros, mora (que en verano era mugrienta y traía moscas); plantas para los aderezos de la comida: laurel, romero, salvia. Mi preferida era la frutilla rastrera, a la que regaba varias veces al día porque con sus frutos, mi madre hacía helados de crema que nos deleitaban. Hoy, como en tantos otros aspectos, mi paladar ha cambiado: la frutilla no me gusta; la rechazo.

La casa se construyó en 1945, en un barrio de clase media, en el extremo oeste de Rosario, cuando la ciudad sólo tenía 500.000 habitantes.

Mi habitación (compartida con mi hermano varón) estaba en la planta alta con piso de madera, pino tea. Tenía una sola ventana que daba hacia el este, por ahí recibía el viento cuando venía del río y a la mañana, se filtraban los rayos del sol a través de un pinar vecino.

Mi hermana tenía una habitación para ella sola; los tres hermanos compartíamos el mismo baño que estaba entre los dormitorios. Mis padres usaban el dormitorio principal con baño interno. En la planta baja, había otro dormitorio con baño incrustado que usaban mis abuelos cuando se quedaban en casa.

- Nuestros juegos eran la bolita, la figurita, la pelota al hoyo y el fútbol, que era el juego principal.

La pelota al hoyo o el bobito era un juego con una pelota de goma del tamaño de las pelotas de tenis. Con el talón del pie, se hacía un hoyo. Desde una distancia de 5 metros, cada uno de los jugadores tiraba la pelota, con la mano, para embocar en el hoyo. El jugador que embocaba la pelota en el hoyo, corría, agarraba la pelota y se la arrojaba a algunos de los otros jugadores, quienes corrían en desbandada. Si acertaba a pegarle a alguno, ése era el “bobito” y debía pagar una prenda previamente establecida; por ejemplo, ir a la casa de una chica del barrio a pedirle una revista, robar una maceta con flores o entrar a una propiedad donde había un perro temido.

Se jugaba en los “campitos”. Por ese entonces, el barrio tenía muchos terrenos no cercados o cercados pero sin construcción.

A partir de los 11 años, comencé a ir al club del barrio que tenía pileta de natación y cancha de tenis. Había tres baños y vestuarios grandes: uno para los varones adultos, otro para los varones niños y otro para las mujeres, tanto niñas como adultas. En el vestuario de las mujeres, había cambiadores individuales y duchas individuales, no así en el vestuario de los hombres donde las duchas estaban en hilera sin separadores y no había cambiadores individuales. En todos los vestuarios, había cofres que se podían alquilar mensualmente para dejar la ropa, raquetas, pelotas y otros elementos.

Nosotros espiábamos el vestuario de las mujeres a través de un sistema de espejos que colgábamos en el techo pero no se podían ver las mujeres desnudas (que era nuestro objetivo) porque sólo captábamos con los espejos las partes comunes del vestuario, no los individuales.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez



Por Roque Domingo Graciano




rr)“decidimos viajar a Montevideo”



- A principios de 1982, recibimos información de la Unión Obrera Metalúrgica en el sentido de que podíamos regresar. Miguel prefirió no actuar precipitadamente y chequeó la información en otros círculos. Yo estaba embarazada de 6 meses y decidimos viajar a Montevideo y entrar a la Argentina por el puente Fray Bentos – Gualeguaychú. Quince días antes de embarcarnos, falleció papá. Dios no quiso que nos despidiéramos. Murió sabiendo que iba a ser abuelo y que yo estaría muy pronto en Argentina. Deseo que eso alegrara sus últimos momentos. Hasta hoy, le sigo pidiendo perdón por el inmerecido sufrimiento que le causé.

Mi primer hijo nació en el Instituto Médico Platense; en calle 1 y 50, frente al histórico “Comedor Universitario”. Un mes y pico después, los milicos se mandaron la cagada de Malvinas. Miguel tuvo un ataque de patrioterismo y se la pasaba de reunión en reunión y de ahí a Plaza de Mayo. Tan embalado estaba que hasta me embaló a mí. El 14 de junio[1] fue un balde de agua fría. Para colmo, en el ínterin falleció mi vieja.

Lo positivo fue que charlamos mucho con Miguel y nos prometimos actuar, “a partir de ahora” con absoluta madurez y consenso entre nosotros. “Somos viejos, Miguel; somos viejos. Ya no podemos actuar como boluditos. ¡Tu hijo te lo prohíbe!”

- Desde lo cotidiano, lo que me apasionó fue caminar en Plaza Moreno. Cuando llegué, tenía un embarazo casi en fecha y los médicos me recomendaron que caminara. Gocé enormemente el sol, los jardines y los espacios embaldosados de Plaza Moreno. La Catedral sin terminar y sin revoque. Me reencontré con `el bosque´, con amistades, con familiares. Fue muy hermoso.

Lo ingrato fue desarmar la casa de mis padres, porque Juan la había cerrado y dejado tal como estaba cuando internaron a mamá. Yo tenía mi hijo de meses y tuve que desarmar la casa donde habíamos nacido y nos habíamos criado. Fue duro, muy duro. Regalar muebles, ordenar, tirar y donar ropa. Encontrar fotos y objetos olvidados. Es como revivir y matar en un mismo gesto a mi padre, a mi madre y a mí misma.

Un hallazgo me perturbó durante mucho tiempo. En el dormitorio de mis padres, había un placard de unos tres metros de largo por dos de alto. Era un mueble de cedro, que siempre lo conocimos como “el placard de mamá”. Ella guardaba allí sus ropas, sus objetos, sus papeles, sus joyas, su dinero. Era un mueble personal al que sólo ella tenía acceso; ni siquiera mi padre lo usaba. Sabía que ese placard iba a ser un hueso duro de masticar. La casa estaba virtualmente vacía y yo no abría el placard. Deliberadamente, lo dejé para lo último. Llegó el momento y lo abrí. Encontré las ropas de mi madre, zapatos, radiografías, informes de médicos, las libretas sanitarias de Juan y mía cuando íbamos a la primaria, la libreta de casamiento, las partidas de nacimiento de Juan y mía, el vestido de casamiento que mamá había usado, joyas, fotografías familiares, recortes de diarios y muchas cosas más. En la parte de abajo del placard, había una valija de cuero que no recuerdo haber visto antes. La abrí y, para mi sorpresa, la valija estaba llena de cartas, perfectamente ordenadas, enviadas a mi nombre; todos los sobres estaban sin abrir; eran cientos de cartas, todas sin abrir, dirigidas a mí y con el mismo remitente: Ramón Villarreal - San José (Entre Ríos). Todos los meses, todos, me escribía una carta que mi madre, silenciosa, guardaba en la valija del placard.

- Mirá, he aprendido a descreer de los reduccionismos. Mi vida no es una frase, una palabra. Mi vida es una vida. Si querés algo emblemático, ejemplificador, sorprendente quizá, es que en esta vida no hay cobardes, pese a lo cual, es nuestra obligación encontrarle una virtud a la vida[2].



[1] Fecha en que el Ejército argentino capituló ante las tropas inglesas encargadas de recuperar las islas Malvinas. La ocupación del Ejército argentino fue desde el 2 de abril hasta el 14 de junio de 1982. (El Ordenador)

[2] Últimas palabras de la Gurisa Martínez en el relato. (El Ordenador)


sábado, 6 de febrero de 2010

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano




r) “me miraban distantes y especulativos, como calculando qué me podían sacar”


Hablé con el Pata por última vez. En él, predominaban su formación católica y su vocación de médico. En esa circunstancia, se sentía útil, necesario y sus estudios plenamente justificados. Decidimos separarnos buenamente pese a que él deseaba que lo acompañara. Comprendió y respetó mi decisión. Volví a Italia, Roma. Otro infierno. Me ligué a los grupos que giraban en torno al ex gobernador Bidegaín. Un espanto. Tipos que habían comido y dormido en mi casa, que se habían acostado conmigo y hasta chupado la cachucha, me miraban distantes y especulativos, como calculando qué me podían sacar. Un asco. Habían envejecido de golpe, prematuramente. También yo había envejecido, aunque no me diera cuenta. El actual diputado Domínguez me tendió una mano: me dio unos pesos y me consiguió donde vivir; a los 15 días, le puso precio a su ayuda: “Tenés que hacer de correo. Llevar una encomienda, unos paquetes, a Uruguay y Brasil. No pasa nada. Vos no estás fichada.” Boluda nunca fui. Me mandaban al matadero y no acepté. Quedé en la calle; sin un mango, indocumentada. Trabajo, no encontré. Para sobrevivir no me quedó otro camino que la prostitución. En definitiva, de alguna manera ya alguna vez me había prostituido sin apremios económicos, con la panza llena; hoy, pensé, está plenamente justificado.

Al principio, fue un éxito rotundo. Había traído un pareo de Mozambique. Me vestía con el pareo, el pelo tirante, acentuado el tamaño de mi nariz y una ajorca de oro en el tobillo izquierdo. Armaba una belleza exótica con fuerte atracción entre los gringos. ¡Un éxito! Me llovió la guita y hasta conseguí que un fulano regularizara mi documentación como exiliada política. Pero, la droga, el alcohol y algunas enfermedades me hicieron pelota. Perdí el dominio de mí misma y de mi situación. La mayoría de los clientes eran tipos piolas que buscaban un momento de placer y listo; algunos se ponían pesados, peligrosos. Un empresario contrató mis servicios por una tarde. Todo bien. Al empezar el trabajo le pedí que no me ensuciara el cabello porque tenía un lavado especial. ¿Sabés lo que me hizo ese hijo de puta? Me eyaculó sobre la cabeza. Me ensució el pelo. No lo pude resistir y comencé a llorar. Caí en un estado depresivo. El gringo, hijo de puta, se reía; me arrebató el dinero con el que me había pagado y huyó.

Contraje una enfermedad venérea y creo que eso me salvó. Estuve internada 7 días. Durante ese tiempo, reflexioné. Hablé con Juan, mi hermano, y decidí regresar a la Argentina. “Primero viajá a España y desde ahí comunicáte conmigo. Te informaré cómo está la cosa por aquí.” Muy deteriorada llegué a Barcelona. “La cosa está brava. Aguantá en España 6 meses. Papá está enfermo. Te envío una carta.” Papá tenía cáncer; yo estaba totalmente intoxicada. Juan me envió unos dólares y con eso, pobremente, fui tirando. En el ambiente de argentinos en Barcelona, conocí a Miguel, mi actual marido y padre de mis hijos. Fue mi salvación. Miguel había trabajado para López Rega y tenía aceitados contactos en los estamentos españoles; me consiguió un lugar de internación en Madrid. Estuve internada 90 días y 90 días más seguí un tratamiento ambulatorio. Ciento ochenta días y no me cobraron un mango. Todo gratis. Cuando me dieron el alta, Miguel me tenía reservada una sorpresa: una beca para estudiar análisis del discurso en la universidad de Navarra.

Papá empeoraba y la situación política no aconsejaba que viajara a la Argentina. Lo de papá me golpeó mucho. Estaba muy ligada a mi viejo por más que no estuviéramos charlando todo el día. El pensar que mañana mi padre podía no estar me golpeaba. Él era un ancla en mi vida. Una certidumbre en mi existencia. Abrigaba la esperanza de verlo antes de que muriera. Mientras tanto, mi relación con Miguel se consolidó en una pareja estable.

- En Pamplona, trabajé en una revista de divulgación científica, gracias a unos contactos que hice en la universidad. Ahí, comencé a valorar, a apreciar el ambiente universitario. Con el correr del tiempo y cuando me hube consolidado en la editorial y en la universidad, volví a relacionarme con políticos argentinos, en gran parte por Miguel. Viajamos a París y tuvimos reuniones con políticos argentinos y latinoamericanos que trotaban por “el viejo mundo”. Todo bien. Ahora, mi espacio era otro. No era una militante perseguida, una mina que flotaba a la deriva sino una comunicadora, una docente universitaria con un marido que tenía vínculos políticos. Desde ese lugar, la política se ve y se comprende de otra manera. Te miran y te tratan con otra piel: vaselina y guante de seda. Otro mundo.