viernes, 24 de julio de 2009

Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo

Por Roque Domingo Graciano





d) “Eran un canto espontáneo y alegre a la vida y a la patria”



- En mi infancia, las “fiestas patrias” me marcaron emocional e intelectualmente. Los 25 de mayo de mi niñez estaban totalmente alejados de la burocracia y la rutina. Eran un canto espontáneo y alegre a la vida y a la patria. También, los 9 de julio y los 20 de junio. Mi madre nos preparaba, y se preparaba, en las vísperas de esas fechas. En el día patrio, nos levantábamos a la madrugada, nos vestíamos de gala y emprendíamos el viaje a la estancia La Palmita. Viajábamos en compañía de un familiar o una amistad de mi madre.

- Me vestían con un ambo azul marino o negro; pantalón corto, zapatos de charol, medias blancas, camisa blanca y corbata azul, chaleco, guantes blancos y sobretodo azul. Cuando llegábamos a La Palmita, encontrábamos varios autos estacionados de amigos y familiares. Todos nos saludábamos con alegría: besos, abrazos y risas. De la fiesta, también participaba el personal del establecimiento con sus familias y algunos vecinos. Todos éramos agasajados con una taza de chocolate caliente y una porción de torta. El personal adulto del establecimiento tomaba mate de leche . A las 10 de la mañana, llegaba la señorita Hilda con sus diez o doce alumnos. La señorita Hilda era la maestra-directora de la única escuela de la zona. Seria, importante y orgullosa de su profesión conducía a sus alumnos con la mirada. Saludaba y se constituía, brillante, en el centro del festejo, cuando a eso de las 11 de la mañana, sentada en el piano ordenaba al coro de alumnos y demás participantes, entonar el Himno Nacional.
Era un momento emocionante que vivía en plenitud con mis manos y orejas heladas. No sólo yo lo vivía con intensidad sino también mis mayores. Toda mi familia, con mis abuelos y mi madre a la cabeza, en el comedor de la casa, entonaba el Himno. El personal y los vecinos, que no entraban en el comedor, cantaban desde la galería. Después de los aplausos, los adultos tomaban una copita de licor dulce o grapa.
En los galpones, desde la madrugada, algunos peones asaban terneros, corderos, chorizos y menudencias. Para los chicos, nos estaba reservado, a esa hora, el paseo en “bañadera”.

- La bañadera era una suerte de colectivo sin techo. Era un micro u ómnibus sin techo, descapotado. No tenía la forma de los actuales micros sino de las antiguas bañeras de porcelana o enlosadas.
El paseo consistía en recorrer algunas escuelas que estaban en el camino a la ciudad de Paraná. Aminorábamos la marcha del vehículo, agitábamos pequeñas banderas argentinas, globos, matracas y gritábamos “!Viva la Patria!”. Bordeando el arroyo Palo Cortado, seguíamos el camino hasta la ciudad e ingresábamos por el antiguo acceso. Allí, recorríamos la catedral, la casa de gobierno, la legislatura, el puerto y el parque Urquiza. Cuando nos acercábamos al centro, nos cruzábamos con colegiales y transeúntes que habían participado del desfile cívico-militar. Ante cada grupo de guardapolvos blancos, volvíamos a vivar a la Patria, agitando banderas, globos y matracas. Se vivaba a la Patria y se vivaba a Entre Ríos. Esporádicamente, se escuchaba un grito hostil contra los porteños, sobre todo si se detectaba algún forastero en las cercanías.
Cuando regresábamos a La Palmita, los adultos ya estaban comiendo el asado, acompañado por ensalada de lechuga, tomates, pepinos, cebollas, zanahorias y rabanitos. Todo regado con vino en damajuana y jugo de naranja. El postre era flan y mandarinas.

- El túnel subfluvial Hernandarias se construyó en la década del 70. En mi niñez, la ciudad de Paraná se unía con la ciudad de Santa Fe a través del ferry. El ferry era una suerte de balsa de amplia cubierta, muy veloz, que transportaba autos, camiones y camionetas a la otra orilla. Otro ferry estaba provisto de rieles sobre su cubierta, lo que le permitía transportar vagones ferroviarios, de carga o de pasajeros.

- La locomotora no se subía al ferry. Los vagones eran empujados por una locomotora que se quedaba en tierra. En la otra orilla, otra locomotora enganchaba los vagones y los “tiraba” como el caballo al carro.
Vuelvo a las fiestas patrias de La Palmita. Después del almuerzo, nos trasladábamos a la escuela de la señorita Hilda. En las cercanías de la escuela, había una pista donde se corrían carreras de caballos, carreras cuadreras. Más tarde, se jugaba a la sortija. En la sortija, un jinete al galope debe ensartar con su dedo una argolla colocada en lo alto de la rama de un árbol. Los asistentes hacen apuestas por dinero y el jinete que emboca la sortija obtiene una recompensa en dinero.
Otro juego era el “palo enjabonado”. El palo era un poste de palmera de 6 metros, enterrado firmemente y untado con grasa de animal. Los participantes, sin otra ayuda que sus manos y sus pies descalzos, debían trepar y arrancar una bandera que flameaba en la punta de la palmera. Después de cada intento, los organizadores volvían a engrasar el cepillado palo. En ocasiones, nadie lograba obtener el premio y, en tal caso, se permitía repetir el intento.
Cuando terminaban los juegos en la escuela, ya eran cerca de las 6 de la tarde. Volvíamos a casa y me dormía en el trayecto. Mamá me despertaba cuando ya había entrado el auto en el garaje. De allí, “sopita y a la cama”.

martes, 14 de julio de 2009

Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo

Por Roque Domingo Graciano


c) “sólo recuerdo un día de mi padre”


- La casa tenía una calefacción central; una caldera que se alimentaba con leña de ñandubay, que se traía del campo cada 3 ó 4 meses. Los radiadores, por los que pasaba agua hirviendo que calentaba los ambientes, estaban distribuidos por toda la casa. En la sala más grande, situada en la parte de adelante, donde funcionaba la “oficina”, había un hogar; se lo encendía pocos días en el año.
La casa era fresca en verano; los ambientes amplios tenían ventiladores “de techo” y nosotros teníamos ventiladores “de pie” en nuestros dormitorios.

- La comida se basaba en la carne, en harinas y en la verdura que se recogía de la huerta. Excepto las frutas de estación, las otras se compraban en el mercado. También, se compraban algunas verduras. El consumo de verduras no era de la cantidad y calidad que se da en la ciudad de La Plata. Comparado con La Plata, nosotros no comíamos verduras.
La carne vacuna se compraba en la carnicería del barrio; la carne de cordero, de cerdo, los pollos y las gallinas se traían del campo. Era muy raro que se comiera pescado. A veces, la casera, la mujer de Juan Aguirre, compraba pescado de río y preparaba alguna comida; era una comida no habitual que no gustaba mucho. Para semana santa, se consumía pescado de mar, “bacalao”.
Mi madre dirigía la cocina, siempre estaba presente en la cocina con delantal y cucharón en mano, no obstante, el peso de la cocina recaía en la casera. A mamá, le gustaba hacer pâté de hígado con manteca en la licuadora.

- Mi núcleo familiar estaba compuesto por mi padre, mi madre, una hermana (dos años menor) y yo. Estrictamente, sólo recuerdo un día de mi padre.
Mi padre murió el día en que cumplí 6 años. Exactamente, el día de mi cumpleaños, durante mi fiesta de cumpleaños. Estábamos reunidos en el comedor de la casa. Mi madre ordenaba y animaba a la concurrencia. En un momento determinado mi padre pasó y me acarició la cabeza. Se retiró. En algún momento de la fiesta, por indicación de mi madre, le llevé un vaso de vino a mi padre quien se encontraba en el dormitorio matrimonial recostado en la cama, leyendo. Recogió el vaso con vino e intercambiamos algunas palabras. A la hora de las velitas, fui a buscar a mi padre para que cantara el “cumpleaños feliz”; ingresé al dormitorio; el velador estaba encendido; mi padre estaba en la cama con la cabeza caída hacia delante; un vómito envolvía la revista que había estado leyendo un rato antes; su mano derecha colgaba de la cama y el vaso de vino roto y derramado, en el piso. Miré la lámpara encendida, su mano, sus cabellos, su rostro y metiéndome dentro de mí, absolutamente seguro de la muerte de mi padre y exigiéndome una continencia y cordura desmesurada, llamé a mi madre como quien la llama porque vino una tía a la casa. Algo más insondable sucedió. A partir de ese día, es como si yo hubiera vuelto a nacer porque olvidé todo, absolutamente todo, todo lo que me había sucedido antes de los 6 años y recuerdo todo, absolutamente todo a partir de ese momento, de ese día.

- Nuestra madre nos llevaba al colegio a la mañana y al mediodía nos pasaba a recoger. Si ella no podía ir, iba el casero; excepcionalmente, una tía, un tío o amigo de la familia. Al mediodía, almorzábamos los tres escuchando ópera o el noticiero de Radio Belgrano de Capital Federal. Era el escenario privilegiado para las peleas con mi hermana. Para la cena, habitualmente había alguna persona más: un familiar o amistades de mi madre con quienes ella prolongaba la sobremesa hasta cerca de la medianoche.

domingo, 5 de julio de 2009

Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo

Por Roque Domingo Graciano



b)“El comisario no sabía si meterse el mondongo para adentro o manotear el 38 largo”



- La historia de este hombre tiene un cierre doloroso, se suicidó. Juan Aguirre era nieto del viejo Aguirre, un gaucho medio vagabundo que solía hacer trabajos temporarios en el campo de mi abuelo materno. Con el tiempo, el viejo Aguirre armó un rancho en el monte, en las cercanías del campo de mi abuelo y formó una familia. Poco a poco se fue integrando a las tareas de la finca y cuando ya era uno más, con mujer e hijos, mi abuelo se enteró que Aguirre, siete años atrás, había tenido un encontronazo con un comisario en una carrera cuadrera, en el pueblo de Federal. Por ese entonces, Aguirre era un muchacho de 16 años, “rápido para el cuchillo” y en la ocasión se sintió trampeado por el comisario y ahí nomás le abrió el mondongo sin que nadie supiera decir cuándo peló la faca. El comisario no sabía si meterse el mondongo para adentro o manotear el 38 largo. En eso estaba; fue un segundo, cuando Aguirre le dibujó un tajo de carrillo a carrillo. El comisario era un surtidor de sangre. Aguirre, reculando, sin perderlo de vista, manoteó su caballo y se perdió del pago.
Abrirle la barriga a un comisario, aún hoy, aquí, en Buenos Aires, te da chapa: lo que sería en un pueblito como Federal ¡y en ese entonces! Parece que muchos lo buscaron; también algunos, por simpatía o miedo, lo ayudaron y día tras día se fue alejando de Federal hasta llegar bien montado a la zona de Arroyo Cle. Fácilmente, 50 kilómetros hacia el este.

- Claro, se recibió de “gaucho malo”. En este caso, no siguió en las andadas. Después de matrerear algunos meses, se aquerenció cerca de La Palmita y nunca más tuvo una situación de conflicto. Yo lo conocí. Murió viejo, a los 70 ó 75 años. Era colorado, huesudo y fuerte; solía pasar con una damajuana de vino debajo del brazo; las piernas largas y arqueadas.
El hijo mayor del viejo Aguirre, era Jorge Aguirre y fue puestero en La Palmita, la estancia de mi abuelo. Jorge Aguirre tuvo como primer hijo a Juan Aguirre que trabajó en la casa de mi abuelo desde chiquilín e hizo toda la escuela primaria. Para su medio, era muy despierto e instruido.
Cuando mi madre se casó, lo llevó a su nueva casa como casero, junto a su mujer, la mujer de Juan. Con ellos nos criamos mi hermana y yo. Juan Aguirre tuvo tres hijos, dos mujeres y un varón. La mayor de las mujeres, que la ayudaba a la madre en las tareas de la casa, se casó y se fue joven, creo que a Concordia. El segundo era el varón y tenía mi misma edad; Ismael Aguirre se llama; cuando cumplió 14 años le dieron un trabajo en el campo y se estableció ahí.
Cuando yo ya estaba en La Plata, Ismael dejó el campo y volvió a la ciudad de Paraná con sus padres. Estuvo un tiempo buscando trabajo hasta que entró en un corralón de materiales de construcción como dependiente, en Bovril. Pronto, alquiló una vivienda por ahí; siempre iba a visitar a sus padres. Es decir, iba a casa. Ellos tenían una entrada independiente, por la huerta. Este es un dato relevante para comprender lo que pasó al año más o menos.
Un lunes, mi madre entró a la oficina de la firma, que está en la parte de adelante de la casa, en las habitaciones que dan sobre la vereda, y, sorprendida, comprobó que habían entrado ladrones. Habían entrado “sin ejercer violencia” como dicen los vigilantes. Sólo habían violentado cajones y armarios; no así, puertas o ventanas. Se habían llevado en efectivo una suma menor que no llegaba a los 300 dólares; también, habían sustraído chequeras, cheques nominales y cruzados, títulos y documentación valiosa. Las pérdidas para la firma fueron importantes aunque no significaban un beneficio para un ladrón común. En la recomposición del material y debido a la inflación que se vivía se perdió dinero. También, se perdió dinero porque se habían llevado los originales, sin registrar, de dos boletos de compra–venta de unas tierras. La inflación y la renegociación de los boletos fue un golpe duro. En un caso, hubo que rescindirlo. La investigación policial puso los ojos en Ismael a quien detuvieron cerca de un mes y lo liberaron porque no encontraron pruebas. No obstante, para mi madre y para mi hermana siempre quedó flotando la sospecha de que Ismael algo tuvo que ver. Quizá, facilitó el ingreso a alguien; quizá, brindó información. En la misma dirección, quedó la sospecha de que no fue un robo común, que más que el dinero en efectivo se buscaba “otra” cosa. Lo peor fue el ambiente de desconfianza y temor que se instaló en la casa. Ya ni Juan Aguirre dejaba de estar bajo sospecha. No hablemos de la mujer ni de la hija menor, Nora. Mi madre prohibió, innecesariamente, que Ismael entrara a la casa o al campo.
Eso fue en el mes de noviembre, antes de que comenzara el verano. Yo estuve en la casa desde fines de diciembre hasta la primera semana de febrero. Charlé con mamá el asunto largo y tendido. No llegué a ninguna conclusión inequívoca, excepto que los ladrones conocían perfectamente bien la casa; no así, la distribución de la papelería en la oficina. Podía tratarse de un ladrón despistado o de un ladrón por encargo y en este caso, de quién. El mandante podía ser un comerciante, un competidor de mi madre e incluso (lo pensé y lo callé) un amante despechado de mi señora madre. Las posibilidades se abrían como un abanico. Este ambiente de inseguridad e incertidumbre lo aprovechó mi hermana para darle a su novio “pensión completa” con habitación incluida. ¡Naide se rasca pa’ juera!
La cosa no terminó ahí. El robo fue en noviembre, yo estuve hasta la primera semana de febrero. El 2 de abril, se suicidó Juan Aguirre. Apareció ahorcado en el puesto que había sido de su padre, en La Palmita. Llegó a la finca a la mañana temprano. Ordenó que le ensillaran un caballo y sin vacilación enfiló hacia el puesto donde había nacido y que por entonces estaba abandonado. Ni siquiera se bajó del caballo. En uno de los tirantes de la galería, ató un lazo y espantó el caballo. Cuando el mecánico y los peones llegaron, el cuerpo aún estaba caliente. Nadie nunca supo la razón de esa decisión. A nadie le dijo una palabra, ni una alusión a su suicidio. Yo lo había visto reconcentrado, ensimismado y marcadamente callado; entendí que era consecuencia de lo pasado; jamás supuse que eso llegara al suicidio. A mi madre, la invadió un sentimiento de culpa. Pensó que había sido muy dura con él. Sobre llovido, mojado. La muerte de Juan la hizo pelota.

- Puede ser que él se haya sentido responsable del robo por acción u omisión, como dicen los leguleyos. Te cierro esta anécdota, si me permitís, con el “final” de Ismael Aguirre. Ismael, al año y medio, entró a trabajar en la policía como agente raso, como vigilante. Creo que se casó y tuvo un chico o dos. Habían pasado 3 años, más o menos, de la muerte de Juan Aguirre, cuando asaltaron y asesinaron al propietario de una línea de micros que unía la ciudad de Santa Fe con Paraná. Era una línea de media distancia. Una noche, uno de los propietarios, salió en una unidad de la empresa con la recaudación del día para su casa con el objetivo de depositar el dinero a la mañana siguiente. Jamás llegó a su casa. Apareció muerto de 3 balazos junto al micro, en las afueras de la ciudad de Paraná, cerca de los basurales de Betbeder. El dinero no estaba. Después de varios meses de investigación, se lo detuvo a Ismael Aguirre y a un ex policía (separado por un sumario de la fuerza), como los responsables del robo y asesinato. Según los jueces, Ismael Aguirre lo asesinó con la pistola 9 milímetros de “la repartición”.
Creo que hasta ahora está preso; le dieron reclusión perpetua.

Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo

Por Roque Domingo Graciano


a) “en las cuerdas de mi guitarra, ¡hasta las monjas bailaron!”

- Nací en la ciudad de Paraná, capital de la provincia de Entre Ríos. Vivíamos en una casa en el centro de la ciudad y mis padres se dedicaban, principalmente, a la explotación de un establecimiento agroganadero.
La casa de la ciudad tiene varias habitaciones para el uso de la familia y allí, también, funciona la “oficina” de la firma. A continuación de la parte principal de la casa, vivía un matrimonio que eran los caseros. En mi niñez, la señora del casero dirigía la limpieza y las compras de la familia y el hombre, a la mañana, hacía los trámites menores y de rutina de la oficina; a la tarde, cuidaba el mantenimiento de la casa y de la huerta. La casa tiene una huerta de 500 metros cuadrados con frutales y hortalizas.
Mi relación con el casero y su mujer siempre fue distante. La mujer entraba a nuestras habitaciones diariamente; sin embargo, no tenía una relación directa con nosotros. Ella no nos atendía “personalmente”; era la encargada de supervisar la limpieza de la casa e incluso de ayudar en la comida pero no nos daba de comer. Servía la mesa y se retiraba. Mi madre nos atendía personalmente. En cuanto a Juan Aguirre (así se llamaba el casero), tenía una presencia “cercana”; intercambiábamos algunas palabras, habitualmente algún pedido u orden de mi madre y nada más.