lunes, 23 de noviembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez



Por Roque Domingo Graciano



f) “Varios años después, apareció la píldora anticonceptiva que, para mí, significa la revolución de la humanidad”


- Tuve la menarca a los 10 años y mi primera experiencia sexual completa con un hombre a los 12, en un cementerio. Quiero decir que fui penetrada inequívocamente. Antes había tenido caricias y acercamientos; incluso, caricias con el pene pero no penetración. No obstante, pienso que cuando fui penetrada en el cementerio, hubo una violación. O por lo menos, no fue una relación absolutamente consentida. A los 12 años hacía rato que tenía fuertes deseos sexuales y juegos eróticos. Ahora bien, esa vez, cuando fui penetrada, no quería.

- Fue en San José, una ciudad entrerriana; habíamos ido con mi padre, mi madre y mi hermano Juan a visitar a unos parientes de mi padre. Estuvimos tres días. Era verano, en el mes de diciembre. Con un tío lejano, Ramón Villarreal, y otros chicos estuvimos jugando en un parque donde había hamacas, sube y baja y otros juegos. También jugamos a la pelota. Jugando y jugando nos atrapó la noche y el tío y yo “nos perdimos” en un cementerio vecino. Mi tío tenía 21 años y ya habíamos tenido varias tranzas y, en realidad, los dos buscábamos otra posibilidad. Mientras jugábamos y se venía la noche, yo sabía que la aprovecharíamos aunque nunca pensé que iba a tener mi primer coito. Tampoco lo quería. Pero bueno, comenzamos a acariciarnos y a besarnos entre los panteones y las tumbas hasta que él comenzó a acariciarme el clítoris con sus dedos, al principio me enloqueció; de repente, comprendí lo que venía y tuve miedo; fui consciente de que se venía algo distinto, que no podía controlar, y traté de decir “no”, de quitármelo de encima, de impedirlo; pero fue brutal: con una de sus manos atenazó mis dos manos, por atrás de mi espalda, y con la otra me quitó la bombacha, me abrió las piernas y me penetró. Intenté una última resistencia, entonces él, me tiró de los pelos de la nuca hasta hacerme llorar. “¿Qué te creés porteñita? Con un macho, no se juega”, me dijo.

Quizá tenía razón. Tal vez, si él hubiera esperado, hubiéramos tenido una relación consentida. En verdad, necesitaba una relación sexual con un hombre. De cualquier manera, nunca más lo vi aunque después de lo del cementerio él se mostró afectuoso y complaciente.

Así, aprendí que los límites hay que ponerlos en tiempo y forma sino, no sirven.

A los 15 años comencé a usar diafragma. Su uso, por entonces, era costoso y restringido a grupos informados. Una de mis primas, casada, se lo debió colocar dado que no debía quedar embarazada por prescripción médica. La acompañé al `centro´ a hacerse los estudios y demás trámites y así, aprendí todo el mecanismo y su uso. Conseguí dinero y al mes siguiente, un verano caluroso, me colocaron uno a medida. En ese entonces, los diafragmas no eran estándares; se hacían a medida.

No lo conseguí sin lucha. La médica, una mina progresista y feminista, aducía que su uso, dada mi edad, podía transformar mi sexualidad y mi conducta de relación. Vacilaba. Ella estaba acostumbrada a colocárselos a mujeres grandes, de más de 30 años, casadas, con guita o por prescripción médica. Yo era una pendeja de barrio. Insistí y me pidió autorización de mis padres por escrito. Entonces, le conté lo que me había sucedido en el cementerio de San José. Me revisó los genitales y accedió. Incluso, me cobró mucho menos de lo previsto. La última vez que fui, me despidió con un beso maternal. En la Argentina, creo que fui una pionera en el asunto del diafragma, por lo menos en jóvenes de mi edad.

Varios años después, apareció la píldora anticonceptiva que, para mí, significa la revolución de la humanidad. Revolución, cambio, transformación con mayúscula. A mi entender, la historia de la humanidad se divide antes y después de la píldora. A partir de la píldora, la mujer maneja su maternidad, su sexualidad, su cuerpo. Hasta ese entonces, el hombre manejaba la batuta con el verso del preservativo. Él te embarazaba o no; él tenía el poder, la iniciativa. Te hacía un hijo y te quitaba del mercado laboral; no podías trabajar; no tenías plata; te recluía en una casa a lavar pisos y fregar ollas. ¡Cagaste! Él hacía “su” vida. Vos, la vida que “él” quería. No tenías opción.


lunes, 16 de noviembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano



e)“Ya estaba clavado para siempre en la ciudad de La Plata



- Mi papá era entrerriano, como te dije, y él decía “gurisa” en lugar de piba o chica; a mí, me decía “Gurisa, no vuelvas tarde.” o “No sé dónde fue la Gurisa.” Entonces, desde siempre, los del barrio me llamaban “la Gurisa”, “la Gurisa Martínez”.

- La llegada de mi viejo a La Plata es una larga historia y un sinuoso itinerario. Comienza cuando los padres de mi padre que trabajaban en el frigorífico Liebig, a pocos kilómetros de la ciudad de Colón, lo ponen a trabajar con un comerciante, don Atilio Cámpora, que tenía un expendio de comestibles y bebidas a pocos metros del portón de acceso a “la fábrica”. Al año, el patrón de mi padre cerró el almacén que tenía frente al frigorífico Liebig y se llevó a mi padre (que por entonces era un chiquilín de 9 años) a la ciudad de Colón, donde tenía otro almacén que era el núcleo central de su actividad económica. Allí, mi padre siguió creciendo, mientras llevaba los pedidos de los clientes en una canasta de mimbre, haciendo la limpieza del local o del depósito de mercaderías y cuanta tarea más le ordenara su patrón. Su jornada de trabajo comenzaba antes de las siete de la mañana y terminaba a las nueve de la noche, con un paréntesis de 3 ó 4 horas al mediodía.

El matrimonio de don Atilio tenía tres hijos: dos varones y una mujer (varios años menor) y su obsesión, desde siempre, fue instalarse en Capital Federal para que sus hijos pudieran estudiar una carrera universitaria.

Cuando los hijos de don Cámpora estaban estudiando en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, este tenaz y astuto almacenero pudo concretar su deseo larga y laboriosamente trabajado: compró un inmueble en calle Lope de Vega, a 80 metros de la avenida Rivadavia en la ciudad de Buenos Aires, con sus ahorros y una herencia que recibió su mujer. Acto seguido, instaló a mi padre en la nueva propiedad para que la limpie y la cuide mientras él seguía atendiendo sus negocios en Colón.

Así, por decisión de su patrón, mi padre, por primera vez, se encontró con cierta libertad y autonomía en sus actos, con algo de dinero para disponer, en medio de una gran ciudad.

Algo más, como la propiedad necesitaba obras de ampliación y refacción para que pudiera funcionar como casa habitación, local de negocio y depósito de mercaderías, don Cámpora contrató al constructor Jorge Limares para las obras. Mi padre (que por entonces andaba por los 16 años) debió hacer las veces de peón de albañil y, a la vez, vigilar y proteger los bienes de su patrón, don Cámpora.

Entre pitos y flautas, mi padre estuvo viviendo solo casi 2 años en Buenos Aires. Cuando la familia Cámpora se estableció en la calle Lope de Vega y se habilitó el nuevo almacén, a mi padre no le gustó nada tener que ir a dormir, de manera precaria, al depósito de mercaderías entre escobas, yerbas y detergentes. Había conocido otra vida, cuando estaba “encargado” de la casa, y aceptó su nueva situación de mala gana. A lo anterior, hay que agregarle que los hijos del señor Cámpora se mostraron agresivos e hirientes con mi padre, tal vez fruto de la edad y como consecuencia de la convulsión emocional que les produjo el cambio de casa, de ciudad y el nuevo horizonte planteado.

Por estas desinteligencias y por el estado de insatisfacción que lo embargaba, mi padre decidió volver a su casa natal en San José, Entre Ríos. No obstante, tampoco la permanencia con su familia lo satisfizo: no encontraba trabajo que lo gratificara y anhelaba Buenos Aires.

Así, entre changas y trabajos temporarios en el frigorífico, fueron pasando los meses. En una ocasión en que acompañó a un camionero para entregar una carga en la localidad de San Justo, en la provincia de Buenos Aires, se reencontró con el constructor Jorge Limares quien estaba realizando unas obras en una textil de la zona. Limares (con quien mi padre había colaborado cuando refaccionó la propiedad de Cámpora en calle Lope de Vega) lo entusiasmó para que viajara con él a Mar del Plata donde tenía que realizar varias obras de envergadura. Mi padre aceptó y así se inició en un oficio que no abandonaría por el resto de su vida.

En la fría Mar del Plata, se hizo oficial albañil y consolidó su artesanía cuando le tocó hacer el “servicio militar obligatorio” en la ciudad de Concordia.

Por entonces, los ciudadanos que eran convocados al “servicio militar obligatorio” debían cumplir todas las tareas que se les ordenara, independientemente de si tales tareas eran pertinentes o no. Te podían ordenar jugar al fútbol, cortar el pelo, hacerle los mandados a la mujer del cabo, pintarle el auto al sargento y así, cualquier, absolutamente cualquier cosa.

Mi padre fue afortunado. A los 15 días de estar acuartelado en el Espinillar(1), el sargento Trigo lo convocó. “Según tu declaración, vos sos oficial albañil. Estuviste levantado chalets en el barrio ´Los Troncos´ de Mar del Plata. Bien, el capitán ordena que vengas a trabajar conmigo. Si todo marcha en orden, cuando terminemos la casa del capitán te doy licencia hasta la baja. ¿Entendido?”

El sargento Trigo cumplió con su palabra. A los 10 meses, cuando terminaron la casa del capitán Esgorfio, le dio licencia hasta la baja. Ahora bien, esos 10 meses fueron de trabajo intenso pero también de aprendizaje profundo. El sargento era una exquisita mano de obra y nada egoísta. Le enseñaba a sus subordinados todos los secretos de la construcción de edificios.

Mi padre siempre decía que con Limares había hecho la primaria y con Trigo la secundaria.

Una vez liberado del ejército (donde jamás tuvo en sus manos un arma ni usó uniforme militar) volvió a Mar del Plata a seguir trabajando con Limares.

Una tarde, cuando estaban trabajando en una obra en la ciudad de Miramar, reciben una visita inesperada: don Atilio Cámpora, el antiguo patrón de mi padre. La razón de su visita tenía una motivación puntual: una pirotecnia le había quemado el depósito de mercaderías, el local del almacén y parte de la casa habitación, en Lope de Vega. El inmueble necesitaba una refacción inmediata para poder seguir funcionando. Ahora bien, la convocatoria de don Cámpora no se limitaba a la refacción de ese inmueble. Tenía un proyecto más ambicioso que involucraba obras para el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en la ciudad de La Plata.

De tal suerte, al cabo de 12 ó 15 meses, mi padre y el señor Limares se encontraban trabajando en la construcción de un edificio en calle 14 entre 56 y 57 (detrás del Ministerio de Educación) para el gobierno de la provincia.

A esta obra, le siguieron otras refacciones y ampliaciones. Por esos años, mi padre conoció a mi madre a través de mi abuelo materno que era carpintero de obras y vivía en una casa de “cuatro puertas"(2) en la zona de 16 entre 51 y 53. Se casaron y cuando Juan y yo éramos chicos, papá abrió una fábrica de mosaicos y calcáreos. Ya estaba clavado para siempre en la ciudad de La Plata.



(1) Acantonamiento militar, en las proximidades de la ciudad de Concordia. (El Ordenador)


(2) Conjunto de casas construido en el eje fundacional de la ciudad de La Plata (entre las calles 51 y 53), en la década de 1880. Eran conventillos habitados por inmigrantes. El conjunto estaba organizado en “cuatro unidades” funcionales con accesos independientes. (El Ordenador)






Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano


d)“Me despertaba con ´El club de barbas´”


- La radio era una presencia permanente en mi casa, como la tierra y el aire. A la mañana, en la cocina, estaba clavada en Radio Provincia. A la tarde, se escuchaban los radioteatros por Radio Porteña. Los domingos, el fútbol por Rivadavia.

Me despertaba con ´El club de barbas´ que por Radio Rivadavia dirigía Rubén Aldao. Era un programa diferente. Fue el primer programa moderno en las radios argentinas. No intentaba melonear sino entretener. Carecía de formato. Se adelantó en décadas a otros conductores radiales. Tito Alarcón daba la temperatura desde el Hipódromo de La Plata.

Cuando había convulsiones políticas, se escuchaba Radio Colonia.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez

Por Roque Domingo Graciano



c)“la sala oscura donde un caballo blanco corría un tren o una mujer buena lloraba sobre un cuerpo querido”



- El cine tuvo una presencia fuerte en mi infancia. Los domingos, después del almuerzo, 10 minutos o 15 antes de las 13 horas, salíamos para el cine en caravana. Las matinés comenzaban a las 13,30 horas.

Éramos no menos de quince chiquilines. A medida que avanzábamos por calle 7, se iban incorporando otros chicos, compañeros de la escuela o vecinos del barrio. El despelote comenzaba antes de salir de casa. En la puerta, me esperaban cuatro o cinco compañeras y parientas; cantaban, chicaneaban, saltaban, se reían; cuando yo salía a la puerta me aplaudían, gritaban y nos poníamos en marcha, entre cantos, risas y peleas.

La Plata estaba llena de cines. Nosotros íbamos preferentemente al Astro o al Mayo que estaban en calle 48, entre 7 y 8, uno frente al otro. El cine Rocha estaba a la vuelta, en la misma manzana, en 49 entre 7 y 8. A la cuadra y media, sobre la 7 estaba el San Martín. Eran salas inmensas, faraónicas. Tengo entendido que cabían no menos de 600 personas. También íbamos a otros cines: el Cine 8, el Select, el Belgrano, el Master, el Cervantes, el Roca (frente a la estación). Creo que me olvido de uno o dos más. En los cines Belgrano y Roca daban “continuado”: no había secciones, durante todo el día, de 11 de la mañana a 1 de la madrugada, sin solución de continuidad, proyectaban las mismas películas.

- Abundaban las películas nacionales, de Luis Sandrini, de los Cinco Grandes del Buen Humor, Olga Zubarry, la Moreno, Tita Merello, Alberto de Mendoza. También, veíamos películas de “cowboy”. El espectáculo no sólo era el film que proyectaban sino el entorno: la sala con cientos de pibes, las golosinas, las peleas, las alianzas y las primeras “franelas”(1)

Las matinés terminaban a eso de las 17 ó 18 horas. Cuando salía, tenía frío; me sentía como viniendo de otro mundo. El sol ya no estaba. Anochecía en el empedrado húmedo de las calles. Estaba nublado y el viento del “este” presagiaba lloviznas. Si bien entrábamos en patota, regresaba con una o dos chicas, habitualmente, mis primas. Caminábamos presurosas; casi no hablábamos; como si toda nuestra energía y nuestra alegría de vivir la hubiéramos derramado en la sala oscura donde un caballo blanco corría un tren o una mujer buena lloraba sobre un cuerpo querido.

Tardaba horas en reencontrarme.

Los sábados íbamos al cine en familia, con mis padres o mis tías. Había doble función. A las 18 horas, veíamos una película, “la película de la semana” y a las 21 horas, en sección nocturna, veíamos dos películas más. De una sección a otra, a veces, cambiábamos de sala. En el trayecto, comíamos y tomábamos algo; rapidito, de pie. La sección nocturna terminaba después de la media noche. Regresábamos a casa en taxi.

Veía, como mínimo, seis películas por semana. Generalmente, eran más porque los miércoles me hacía una escapadita, con alguna prima o compañera del colegio, al cine San Martín donde daban películas policiales o de espías. Allí, conocí el cine francés y el cine norteamericano que no era de Hollywood.

- La censura en el cine argentino existió siempre, hasta entrada la década del 80, hasta el advenimiento del alfonsinismo. No obstante, cuando yo era chica no tenía idea de que una película podía ser censurada. Jamás, en mi familia o entre mis amigos, se habló de censura. Para mí, la censura como fenómeno cinematográfico apareció en la década del 60, fines de los años cincuenta. Cuando niña, íbamos al cine y veíamos una película con la espontaneidad con que te comías una manzana. Te gustaba o no te gustaba y listo. No nos problematizábamos. No teorizábamos. Conocíamos los nombres de los actores; no conocíamos los de los directores. Los directores me comenzaron a interesar en mi primera juventud, años después.

En los años 60, apareció un tal Tato, el gran censor. ¡Vaya a saber quién era ese tipo! Cuando no podías ver una película o una secuencia, el periodismo decía que Tato lo había prohibido. No sé si era un ser de existencia real o ideal. En ese entonces, vi El último tango en París; no entendí un carajo. Años después, la vi en Europa y comprendí por qué no la había entendido: la versión argentina carecía de la escena clave para desentrañar la psicología del protagonista.



(1) Caricias y besos de motivación sexual. (El Ordenador)

lunes, 2 de noviembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez





Por Roque Domingo Graciano




b) “Yo acababa de entregar la casa de mi niñez y don Pascual seguía allí, en el sillón, en la vereda: eterno como la sombra y la humedad”


- No sé si contesto a tu pregunta o si la imagen que te voy a contar es representativa de mi barrio. Me ha quedado grabada. En mi cuadra, a tres o cuatro casas hacia calle 6 vivía don Pascual. Lo recuerdo desde mi infancia, desde que jugaba a la soga o a las figuritas en la vereda, desde que iba a los primeros grados de la escuela primaria. El viejo Pascual, para mí, nunca trabajó. Ignoro de qué vivía, cómo solventaba sus gastos. Era austero y vivía sin apremios económicos. En verano, todas las tardes sacaba un sillón de mimbre a la vereda y se instalaba 4 ó 5 horas a la sombra de un generoso olmo. Durante sus horas en la vereda desfilaban los vecinos (hombres y mujeres) que departían con don Pascual 20 ó 30 minutos. Todos de pie. Nadie se sentaba a su lado. Tampoco tomaban mate o bebidas. Simplemente charlaban. Conjeturo que hablarían sobre temas cotidianos: el clima, la temperatura, los impuestos, la política, el fútbol, la salud. Hablaban en voz alta, con franqueza, distendidos y saludaban a quienes pasaban por la misma vereda o por la vereda de enfrente. Cuando ya había oscurecido totalmente, don Pascual recogía el sillón e ingresaba a la casa atravesando el cuidado y húmedo jardín. En el comedor, lo esperaba la mesa con la apetitosa y oliente comida que su mujer había preparado. Ella nunca se instalaba en la vereda. Solía hablar desde el jardín mientras atendía las plantas. Durante la cena, dialogaban en voz alta, tapando la voz de la radio que en un rincón amenizaba como un tercer comensal. A veces, esporádicamente, solían compartir la mesa con algún hijo o nieto. Tenían dos hijos (una mujer y un varón) a quienes recuerdo casados desde siempre.

Cuando vendimos la casa de mis padres y me alejé para siempre de la cuadra de mi infancia, la última imagen que tuve fue la de don Pascual, infinitamente más viejo, sentado en la vereda. Lo saludé. Creo que no me vio. Quedé petrificada por dentro. Yo había vivido miles de vidas, mundos, combates, dolores, sufrimientos y alegrías. Mis padres habían muerto, también mi abuela y mi tía. Juan y mis primas se habían ido del barrio. Yo acababa de entregar la casa de mi niñez y don Pascual seguía allí, en el sillón, en la vereda: eterno como la sombra y la humedad.