martes, 26 de octubre de 2010

“Biografía Criolla (V de VI)-El cuento chino de Celeste “Peky” Cardozo”

Por Roque Domingo Graciano





rr)“fue un trámite necesario”


- Aborté en dos oportunidades. No fue una tarea sencilla; fue un trámite necesario. Me cuido mucho, no obstante, “al mejor cazador se le escapa la liebre”.

- A veces, la muerte es la vida y, en otras oportunidades, la vida es la muerte.

La semana pasada, dos borregos asesinaron, a cadenazos, a un farmacéutico y su esposa, en Los Hornos[1]. Era un matrimonio estrictamente católico, antiabortista. Fue un crimen gratuito para sacarles unas chirolas. Uno de los tantos crímenes que suceden diariamente en la Capital y el conurbano.

La madre de uno de los criminales tiene 12 hijos y afirmó “yo no los puedo criar; se crían en la calle y las malas compañías hacen el resto.” Sin desperdicio: las prohibiciones vuelven a entrar por la puerta que salieron.

- Leo poco, poquísimo. No obstante, siguiendo los consejos del Facha, mi magra biblioteca está compuesta por tres obras: la Biblia, las “obras teatrales” de Shakespeare y Cien Años de Soledad de García Márquez. He comenzado por la Biblia. Las otras dos deberán esperar algunos años.

- Según el tío, son los escritos que fundamentan y sintetizan la cosmovisión atlántica y la explican.

- ¿Una palabra emblemática, una frase...?: “You’re probably rigth”[2]



[1] Viernes a la tarde. El Corcho y el Cartucho eran dos muchachos del barrio de Los Hornos. Querían divertirse el fin de semana y no tenían dinero. Planificaron la manera de obtenerlo. La farmacia de don Leiva les proveería de lo necesario.

Dos horas después, cerca de las 19 de una tarde otoñal, el dúo observaba, acechaba la farmacia. Un cliente se retiró, subió a su bicicleta y lentamente pedaleó. La farmacia quedó sin clientes; adentro, don Leiva y su mujer. El Corcho y el Cartucho irrumpieron. “¡La plata!”, gritó el Cartucho mientras amenazaba con un fierro de 50 centímetros. Don Leiva, sorprendido, levantó la cabeza; su mujer, confundida, se puso de pie y dejó caer una revista al suelo. Don Leiva giró sobre sí mismo e intentó huir hacia la trastienda. Fue un intento vano. Un golpe en medio del cráneo se lo impidió; un segundo golpe, mientras caía de espalda, le rompió la clavícula izquierda en un ruido seco de madera astillada. Aprovechando los movimientos, doña Elsa, la mujer del farmacéutico, huyó en sentido opuesto; ganó la vereda pero sólo pudo dar dos pasos porque el Corcho la alcanzó de un cadenazo en el pulmón derecho; se tambaleó en un grito de dolor; otro golpe en la espalda la terminó de derrumbar; el tercer cadenazo fue gratuito: le estalló sobre la barbilla y la boca fracturando huesos y dientes en mil pedazos. El Corcho retrocedió unos pasos y tomó posición en la puerta de la farmacia; desde allí, veía al Cartucho sacando el dinero de la caja registradora y hurgando debajo del mostrador, al viejo Leiva tendido boca arriba, inmóvil, con los ojos quietos y vidriosos, a la vieja tendida en la vereda que se retorcía en convulsiones de dolor y tos. Todo fue en 58 segundos.

El Corcho y el Cartucho ganaron una calle paralela a la avenida 60; en la semioscuridad, contaron el botín: “es buena guita”; caminaron rumbo al centro de La Plata; imaginaron que con ese dinero podrían rematar el fin de semana en algún boliche de la Calchaquí o quizá en la Boca.

Respiraban, ahora, pausadamente y fumaban.

Cuando llegaron al camino de Circunvalación, un largo y perezoso tren de carga que había salido de los talleres ferroviarios de Los Hornos los detuvo; miraron el tren con indiferencia y comentaron la rareza del caso dado que los talleres estaban virtualmente desmantelados y ese tramo de las vías era escasamente usado uno o dos veces al mes pero siempre de día. La débil luz de la casilla de las barreras del paso a nivel de la avenida 60 se veía a pocos metros; reconocieron al viejo Leiva con botines de goma negra, pantalón y camisa de azulina tela rústica que miraba el paso del tren mientras agitaba con profesionalidad una antigua linterna ferroviaria; a unos metros del viejo, sentada en un sillón de mimbre, Elsa exhibía profundas y antiguas heridas, giró el torso hacia los muchachos y con un ademán cansado y lejano pero inexcusable les dijo "vamos" y ellos se sintieron envueltos en un ruido de hierros, de luces, de tierra, en un círculo de pesadas ruedas. El Corcho, desesperado, intentó salvarse, buscó una disculpa, una coartada:

- “Yo no fui, gritó.”

- “Vamos, vos también tenés que morir”, dijo la vieja y el Corcho rodó entre las ruedas, unos metros detrás del Cartucho. (El Ordenador)

[2] Últimas palabras de Celeste “Peky” Cardozo en el relato. (El Ordenador)

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