lunes, 4 de octubre de 2010

“Biografía Criolla (V de VI)-El cuento chino de Celeste “Peky” Cardozo”

Por Roque Domingo Graciano




o) “La historia del padre de Juana, el Juancho, es color sangre”


- La historia del padre de Juana, “el Juancho”, es color sangre. Juancho tenía un hermano menor, al que llamaban el Manco porque tenía el brazo derecho tullido. Los dos eran hijos de unos obreros agrícolas (de origen provinciano, chaqueños) que trabajaban en la zona de Etcheverry. La madre del Juancho y del Manco murió de cáncer de mama, en el Hospital de Melchor Romero, cuando los hijos eran pequeños: 2 y 4 años. El padre de los muchachos, pobre y borracho, los entregó al matrimonio Palacios, que por ese entonces vivía enfrente de la antigua estación ferroviaria de Etcheverry, al lado de donde hoy funciona una enfermería municipal. El matrimonio Palacios no tenía hijos y ya rondaban los 40 años. Aceptaron a los chicos como hijos propios y no se preocuparon cuando el padre desapareció de la zona. A los 2 años de la adopción, los Palacios compraron una chacra en Vieytes, unos 25 kilómetros al sudeste, donde criaban aves y cultivaban legumbres y verduras. Allí, siguieron creciendo Juancho y el Manco, en la tranquilidad de la chacra rodeada de paraísos y en donde hasta algún peso sobraba. Los muchachos eran conscientes de todo lo que debían a “los viejos” y así se lo manifestaban en las tareas del campo y de la casa, en el afecto y en la obediencia. Juancho se fue haciendo un hombre de carácter decidido y circunspecto. Era el primero en hacer y el último en hablar. El Manco, en cambio, era bullanguero, alegre y cariñoso.

La señora de Palacios falleció de cáncer de útero y, con su muerte, se llevó el equilibrio y la armonía familiar.

El viejo Palacios no se acostumbraba a la ausencia femenina: probó con varias “damas” de la zona, con suerte diversa, mientras la chacra se hacía más próspera y apetecible; dejó de realizar directamente las tareas rurales que recayeron en los muchachos y él se encargó de la “administración” y venta.

Un sábado temprano, don Palacios cargó en la chata varios cajones con las mejores ponedoras y 5 lechones de óptima cotización. El Manco malició que también llevaba un buen puñado de dólares en los bolsillos. A eso de las 8 de la mañana, enfiló rumbo a Bavio. El domingo no regresó. Volvió el lunes al mediodía. Ya no traía ni las gallinas ni los lechones, tampoco los dólares; sí, traía a su lado, en la cabina de la chata, una joven mujer de 17 años que había comprado y a quien presentó simplemente como Martha. Al principio, Martha era la muchacha que se encargaría de las tareas de la casa e incluso se le asignó una habitación especial; a los pocos días, se puso en evidencia que el lugar de Martha era el dormitorio matrimonial, junto al viejo Palacios. A las primeras extrañezas e incomodidades, le siguió un cierto orden querido y aceptado por todos. En definitiva, “Martha vino a reemplazar a la vieja’”.

Un día, para asombro de propios y extraños, Juancho huyó con Martha, la mujer del viejo.

Don Palacios lo interrogó al Manco quien sin mentir ni perder la sonrisa le contestó que él era el primer sorprendido. “Está bien. No los voy a buscar pero si se me cruzan, los mato.” A partir de ese día, el viejo Palacios y el Manco era anverso y reverso de la misma moneda. Si el Manco conducía la chata, el acompañante era el viejo. Si Palacios manejaba, en el asiento de al lado, iba el Manco. Con el paso de los días y los meses, un nuevo orden se instaló en la chacra. Ostensiblemente, se descuidaron las tareas productivas porque el Manco no abandonaba al viejo Palacios en ninguna circunstancia y con frecuencia el viejo se dejaba estar abúlico, envuelto en vahos de alcohol. En esas ocasiones, el Manco se quedaba en la casa; limpiaba, cocinaba, cosía y con una armónica ejecutaba alegres canciones.

Mientras tanto, Juancho y Martha trabajaban en distintas chacras y quintas de los partidos de La Plata y Magdalena. De esa relación, nació Juana. Todo hubiera sido más o menos normal y anónimo si no hubiera mediado la siguiente circunstancia. Una mañana, antes del amanecer, el viejo Palacios y el Manco estaban descargando unos cajones de rúcula y tomates en el mercado de 3 y 48. En el playón, apenas si se distinguían las siluetas de los hombres y vehículos. El destino quiso que Juancho estacionara al lado del viejo Palacios que lo reconoció de inmediato. Todo duró un par de minutos. El viejo le descerrajó 3 tiros; ninguno dio en el cuerpo de Juancho quien se defendió con una llave cruz dándole un golpe en la cabeza. El viejo trastabilló y se preparó para disparar de nuevo. Juancho, para atacar. En ese momento, el Manco, el único hermano de Juancho, casi de atrás, con una cuchilla de trabajo le partió el corazón a su propio hermano.

Cuando el comisario Alberto Nitti le preguntó por qué lo había hecho, el Manco respondió suavemente, casi sin énfasis: “Era uno de los dos y yo con el viejo tenía una deuda de vida. La pagué.” Estuvo menos de un año preso; el viejo lo visitaba todos los días. Cuando salió en libertad, gracias a que tipificaron el asesinato como “defensa propia”, siguió viviendo en la chacra de Vieytes invadida ahora por la maleza y la desidia. El viejo, totalmente destruido por el alcohol, murió unos años más tarde. El Manco lo sobrevivió bastante. Lo alcancé a conocer andrajoso y sombrío; ejecutaba melodías con la armónica en las cercanías del cementerio. Vivía de la caridad de la gente.

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