lunes, 17 de agosto de 2009

Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo



Por Roque Domingo Graciano







f) El señor Haramboure llegaba a casa todos los días hábiles a las 15 horas



- En mi casa paterna, se recibían dos diarios: el local y La Nación de Buenos Aires. Mamá los leía a la mañana en la oficina y a la noche los seguía leyendo en la cama.

- Mi madre no se volvió a casar ni formó pareja estable. Más tarde, me di cuenta que tuvo algunas parejas: un médico rosarino y un empresario local, estoy seguro. Pudo haber otros. Fue muy recatada, al menos a los ojos de sus hijos. Conjeturo que pretendientes no le habrán faltado; ella eligió manejar sola sus negocios y, supongo, se sentía a gusto.

Después de la muerte de mi padre, contrató como contador al señor Haramboure que era funcionario del ferrocarril. El señor Haramboure llegaba a casa todos los días hábiles a las 15 horas y se encerraba en la oficina con mi madre una o dos horas. Era un hombre gordo, calmo, de manos pequeñas y regordetas, de piel blanca como la leche y cabellos oscuros. Habitualmente, el contador, después de trabajar con mi madre, se quedaba una hora más, hasta las cinco y media o seis de la tarde. Si mi madre había ido al campo o estaba de viaje, el señor Haramboure lo mismo concurría a la oficina, puntualmente, a las 15 horas; trabajaba un rato y llamaba al casero (que hacía los trámites por la mañana) a quien le daba algunas instrucciones y se retiraba.

Un día en que mi madre se había ido al campo (imprevistamente, con Aguirre y el encargado de Las Palmitas), el contador Haramboure me llamó a mí y me dejó varios sobres: uno para entregar en la escribanía Saralegui, otro sobre con la boleta de depósito y el cheque para Rentas; el otro, con un cheque para la firma Electrohogar, otro con dinero en efectivo para depositar en el Banco de la Nación. Todo estaba minuciosamente ordenado y las indicaciones estaban en los sobres de “papel madera”, con tinta negra y trazos firmes. Me llamó la atención el contraste entre la escritura firme y su voz suave. Me trataba de “Adolfo” con naturalidad y afecto. Me sentí importante porque me encomendaba “gestiones de la firma”. Mi hermana, que estaba afuera de la oficina, hervía de envidia y celos. Cuando el contador se retiró, le indiqué a mi hermana que no eran cosas para “mocosas”, que tomara distancia y que se ubicara.

Ese pedido de colaboración me abrió la puerta para que, periódicamente, cuando mi madre se había retirado de la oficina, yo ingresara y charlara con el señor Haramboure. También me iba a charlar con él cuando mi madre no estaba, para bronca de mi hermana. Me hablaba como a un adulto. Me indicaba dónde podía leer temas que a mí me interesaban y me contó minuciosamente la Segunda Guerra Mundial. Por él, supe distinguir a Mussolini de Hitler y por primera vez escuché el nombre de Primo de Rivera. Me habló del Ejército Rojo, de las diferencias entre EEUU y Europa, de la importante corriente nazista en el seno de la corona inglesa y de los vínculos de Perón con los conservadores de Londres.

Haramboure me contó la historia del duque de Windsor1, “quien tenía ´simpatías´ entre los nazistas y, después de una guerra palaciega, abdicó al trono del Reino Unido en 1936 y se casó con Wallis Simpson”2.

Además de un amante de la ópera (gusto que compartía con mi madre) y de un exhaustivo administrador, era un atento lector de lo social.

Recuerdo con recogimiento y gratitud aquellas charlas que tienen otro componente, además de la bronca de mi hermana que se moría por saber qué hablaba el señor Haramboure conmigo. Fue una cuestión de vida, en el estricto sentido, que me ayudó en un momento difícil.

El señor Haramboure tenía dos hijos de nuestra edad. Íbamos al mismo colegio y también frecuentaban el “Rowing Club”. Mi hermana los odiaba y les hizo mala prensa entre sus amigas; ellos eran dos seres pacíficos como su padre, muy parecidos a él físicamente y en sus temperamentos. Siempre amables, atentos al otro, poco y nada afectos a los deportes, amantes de la lírica y de los juegos de mesa. Estudiaron en la Universidad de Rosario e hicieron maestrías en los EEUU. Cuando en 1976, yo andaba disparando, me encontré en Capital Federal con el mayor de los Haramboure, el Pilo. Fue como encontrar un sombreado río con pájaros en medio del desierto. Toda una tarde, charlamos de Paraná, de sus padres, de tiempos idos. Llegado el momento le hablé de mi situación que, como no podía ser de otra forma en un círculo tan pequeño, él conocía. Me habló con la misma suavidad y persuasión que su padre. “Los militantes son ‘carne de cañón’. Los dirigentes de la guerrilla están dispuestos a entregar a sus compañeros por cuatro pesos. En la Escuela Mecánica de la Armada, se reúnen los dirigentes ‘montoneros’3 con los hombres de Massera. Lo de Monte Chingolo4 es un ejemplo: por un puñado de dólares y un pasaporte, entregaron a cientos de jóvenes y se verán cosas peores. No está dicha la última palabra en el enfrentamiento capitalismo / comunismo pero aquí, la guerra está perdida para los comunistas; las conducciones no tienen convicción ni moral. Arturo Leuinger, ´Felipe’5, negocia con la policía provincial cuánto le dan por cada militante. El ‘cabezón’ Norberto Jabegger (‘Alfredo’) comercia con distintos estamentos del Ejército y del poder económico y el tema central es el mismo: ¿cuánto me pagan por cada militante que entrego?

- Adriana, por ese entonces, estaba virtualmente escondida en General Pirán, un pueblo al norte de Mar del Plata. Yo, como alma que lleva el diablo. No me quedaba otra que seguir el consejo del Pilo. “Quedarte es un suicido que sólo beneficia a la conducción de ‘montoneros’ que tiene otro muerto para cobrar. Por Paraná, no asomés la nariz; te están esperando. Viajá a Mar del Plata en transporte público, nunca en auto particular; tren u ómnibus. Desde Mar del Plata, hacéte una excursión a Bariloche con Adriana y los gurises. Hospedáte en buenos hoteles. No pijotees plata, en ello va tu vida y la de los tuyos. En Bariloche, hablá con el gerente del casino, te dará plata y papeles para que sigas viaje. Por plata, no hay problema, contá con nosotros. Distancia, distancia, distancia.”



1Eduardo VIII (1894-1972) rey de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y emperador de la India. (El Ordenador)

2 Wallis Warfield Simpson sufría del síndrome de insensibilidad andrógina (S.I.A) por lo que genéticamente era un varón, desarrollado como mujer, sin ovarios y con vagina corta, según versiones médicas de la época. (El Ordenador)


3 Montoneros: banda armada que apareció a la luz pública a mediados de 1969, con el secuestro y posterior asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. Por ese entonces, aparecía como jefe de montoneros Fernando Abal Medina que murió en un confuso enfrentamiento en la localidad de Willams Morris. Versiones de la época indicaban la fuerte relación de este grupo con estamentos de la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Montoneros organizó numerosos robos y asesinatos pero su especialidad fue el secuestro de personas para obtener dinero. (El Ordenador)


4 Alude al asalto del llamado ejército revolucionario del pueblo (E.R.P., erpios o los perros en el decir de la militancia de la época) al Batallón de Arsenales ‘Viejo Bueno’, ubicado en la localidad de Monte Chingolo en el Gran Buenos Aires. En la ocasión, un grupo selecto de tiradores “esperó” a la banda guerrillera y la diezmó. Ese golpe significó el eclipse militar del E.R.P. (El Ordenador)


5 Jefe guerrillero muerto en la ciudad de Mar del Plata. Según la información “oficial” de la época, el jefe terrorista murió cuando intentó, en soledad, tomar por asalto una unidad policial que estaba vallada en 200 metros a la redonda, minada y fuertemente custodiada. Versiones callejeras de esos días hablaron de un ajuste de cuentas entre los laderos o guardaespaldas de Felipe, en connivencia con jefes policiales. (El Ordenador)

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