domingo, 20 de diciembre de 2009

Biografía Criolla (III de VI) Las justificaciones de la Gurisa Martínez




Por Roque Domingo Graciano



i) “Mataba un cóndor en las alturas”



- Lo del Turco. Un día, me desperté tarde para llegar a horario al colegio. Salí a calle 7 a buscar un taxi. ¡No pasaba un taxi! Cuando estaba desesperada apareció el Torino del Turco y él, muy gentil, se ofreció para llevarme. “Voy a Tolosa, a la escuela de Tolosa”, le dije. Pese a que él se dirigía en sentido inverso, insistió en acercarme hasta el colegio en el que yo trabajaba. Lo primero que me dijo es que conocía a mi padre, que le había vendido no sé qué maquinarias para la fábrica. A los 30 segundos de estar sentada en el auto, supe todo lo que iba a pasar entre nosotros aunque nunca imaginé que fuera tanto y tan bueno. En esa primera oportunidad, nos despedimos formal y distantes; los dos estábamos transpirados. Durante 15 días me dejé ver y me oculté. Me desesperaba por tener sexo con el Turco y a la vez, por primera vez, demoraba en concretarlo. Sentía un deleite en la certidumbre de un futuro previsto, clavado, inexorable, como dicho por Dios.

Entre mis amistades corría la versión de que un hombre casado no te aceptaba una cita el “sábado a la noche”. Jugué fuerte y, llegada la ocasión, le dije si me acompañaba el sábado a la noche al `centro´. “Hay una competencia de moto en Ferro; corren amigos de mi hermano.” Él aceptó aunque “Pelea Goyo Peralta[1] y quería verlo.” “Lo decidimos el sábado. Me gusta Goyo.” Me vestí, me arreglé, me perfumé para una batalla a muerte. Dormí una siesta robusta y fui discreta en mi dieta. No descuidé detalle. Mataba un cóndor en las alturas. A las 21, cuando tocó el timbre de casa salí vestida de guerra. Cuando me vio, vaciló un instante y se recuperó enseguida. Había sentido el golpe. Ni Goyo ni motos. Comimos y tomamos algo en La Biela de Junín y Quintana y antes de que el reloj diera las 12 de la noche, nuestros cuerpos se trenzaron en un combate que duraría más de lo que preví aunque menos de lo que deseé. Por dos años, nuestros genitales no se separarían. Por primera vez, no tuve fantasías con otro hombre.

En una ocasión, fuimos a un hotel alojamiento del Parque Pereyra Iraola. Estuvimos toda la tarde haciendo un sexo fuerte, sin inhibiciones, sin frenos. Cuando volvíamos para La Plata, me dice: “¿Comemos un choripán?” Estacionó el auto junto a un puesto de choripán. Pedimos sándwich y Coca Cola. Mientras comíamos, caminábamos por el pasto, alrededor del auto, a 15 metros del puesto de chorizos. El Turco iba tres pasos delate de mí, de repente, gira sobre sí mismo, hace un ademán, un gesto como que quiere decirme algo y cae de cara, como una bolsa de papas, tirando el sándwich y la Coca a la mierda. Me pegué un cagazo terrible. Grité. Los muchachos del puesto vinieron en nuestro auxilio. Llamaron una ambulancia de los bomberos de Villa Elisa. Intervino la policía. Lo internaron en Villa Elisa y tuve que llevar el Torino a la comisaría. Un despelote total. Un quemo absoluto. Resultado, el Turco estaba totalmente deshidratado, agotamiento muscular y arritmia cardíaca. Por supuesto, la familia fue informada. Apareció la mujer del Turco, el padre, los hermanos. Se pudrió todo. En La Plata, rodaron las versiones más antojadizas: que la amante había intentado matarlo, que la mujer había intentado matarlo, que había un envenenamiento. La gente dio rienda suelta a su imaginación y a sus deseos reprimidos. Por un mes, en la escuela, me miraban con un dejo de temor y curiosidad. Nadie, absolutamente nadie, me dijo algo aunque todos murmuraban. Me sentía muy mal, sola, aislada, diferente. Si no hubiera sido por las pibas y los pibes de quinto año, hubiera renunciado. Las chicas y chicos me esperaban y, antes de que pasara lista, me daban todos un beso, absolutamente todos. Nunca hablaron del asunto; me hacían reír, me contenían, me daban charla, me contaban sus cosas y sus anécdotas.



[1] Boxeador argentino (peronista) que en los años 60 hizo una camptaña en EEUU que el periodismo porteño denominó “exitosa” y enardeció a la muchachada del tablón. (El Ordenador)

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