martes, 15 de febrero de 2011

“Biografía Criolla (VI de VI)-El relato de Helio Ural (el Grillo) Rodríguez Valdez”







Por Roque Domingo Graciano




r) "Nos encontramos junto a uno de los ventanales de ´El Británico´en Defensa y Brasil, al amparo de sus luces moribundas"





- El Facha Cardozo es bastante menor que yo; fácilmente, 7 años. Lo conocí en San Pablo y está ligado a una salvada y a un enigma grande de mi vida. Era a comienzo de la década del 70, cuando llegué a Plaza de la República, en San Pablo, para tomarme un micro que me llevaría al aeropuerto. En esa Plaza, tenía varios conocidos, entre otros un par de flacos que administraban a unas chicas. Uno de ellos me dice que esa tarde lo habían asaltado y golpeado feo a un “correntino[1] de La Plata”. Como algunos amigos estaban por esos días en la ciudad, me interesé en el caso. Me llevaron hasta una sala de primeros auxilios. Allí conocí al Facha. Era un moretón. Tenía fracturas en las piernas, en las costillas y en los brazos. Me dijo que lideraba una banda de rock en Los Hornos y era amigo de Benito Durante, un luchador que explotaba un boliche en Valeria del Mar con quien yo había tenido algunos negocios. El Facha había contratado los servicios de una chica (trabajadora independiente), en Plaza de la República. Ella lo llevó, en un escarabajo[2], a un departamento que ella tenía en el barrio Las Perdices. Cuando estaban en el departamento, entraron cuatro tipos que los golpearon y los robaron. La chica había perdido un ojo en la paliza. A él, le robaron todo: documentación, dinero, ropas. Algo había fallado en un negocio que está hecho para complacer al cliente, para dar placer y no dolor. Quizá, falta de controles, un ajuste de cuentas, una paliza con mensaje, un error. Mis amigos paulistas se inclinaron por la teoría de la confusión. El discurso del Facha me persuadió. Le pregunté si necesitaba algo. Me respondió que estaba solo y sin medios porque sus amigos se habían ido la semana anterior. Le dejé 300 dólares y la seguridad de que mis dos amigos paulistas lo asistirían. Me dio unos teléfonos para que comunicara la novedad en La Plata.

Tres o cuatro meses después, mi vieja me dijo que un pelirrojo carón y pelo largo me andaba buscando. Era el Facha. Nos encontramos en un boliche de calle 8 y 57, frente a los Tribunales. Estaba recuperado. Charlamos toda la mañana y me devolvió los 300 dólares. Pasaron los años y un par de veces me crucé con él. Un apretón de manos. “Todo bien”. “Todo bien”.

Hacia 1993, tuve que rajarme de La Plata. Estaba cercado, me garroneaban los talones. Como sucede en esas situaciones el mundo se vuelve una cucharita de té. Los amigos y las posibilidades se limitan al máximo. Me acordé del Facha. Era el hombre ideal porque nadie me relacionaba con él. Respondió al toque. Nos encontramos junto a uno de los ventanales de El Británico en Defensa y Brasil, al amparo de sus luces moribundas.

En Necochea no tengo nada de lo que vos buscás pero tengo una propiedad en un paraje cercano, 17 kilómetros al norte. Los lugareños son de confianza. Eso sí, es un lugar solitario. Hasta septiembre, octubre, la soledad es absoluta. Una radio es todo el contacto que tenés con el mundo.”

O.K. Un favor más, ¿podés pasar por la casa de mi vieja y retirar una valija de cuero marrón que está en mi dormitorio?”

Seis horas después me reencontré con el Facha. Me dio las llaves de la casa, un mapa minucioso de la ruta 88 en la zona de Arenas Verdes y la valija que le había solicitado. “Tu vieja me mandó este camperón y este paquete con libros, revistas y fotos. Las dos cosas te van a venir bien. El camperón para el frío y los libros para la soledad. Tu vieja estaba leyendo un diccionario Sopena de 15 volúmenes, sola, en el taller de encuadernación.”

Me bajé del ómnibus en la ruta 88. Para llegar a la casa debí caminar 15 kilómetros por un camino de tierra. Inesperadamente, dos perros aparecieron entre un campo sembrado de papas; me ladraron un largo trecho, cuando hice un alto para descansar se acercaron; los llamé y las hostilidad se transformó en amistad. Ahora éramos tres. Llegué a Arenas Verdes a las 10 de la mañana. Era un paraje de médanos gigantescos fijados por el pasto y un pinar en donde la luz del sol no penetraba. El mar salvaje y el viento tenían dimensiones cósmicas. La casa era confortable. Un lugareño que explotaba un colmenar en las cercanías, me traía comida, diarios y otras vituallas, 1 ó 2 veces por semana. Los perros cazaban cuises y liebres. A la mañana, en la puerta de la casa, encontraba cuises y liebres que los perros habían cazado de noche y me traían como ofrenda. Se lo comenté al lugareño, Carlos Schulz, que me auxiliaba y muy atinado me comentó que los perros cuando estaban cazando no cuidaban la casa. Es decir, no me cuidaban a mí. Por su indicación, los encerré a la noche en el galpón y les daba de comer en la puerta de la casa. A la semana siguiente, Carlos Schulz me trajo un cachorro. “A éste téngalo siempre dentro de la casa; que duerma al pie de su cama; debajo de la mesa cuando usted está comiendo. A la noche, átelo al macho dentro del galpón y deje la hembra suelta.” Con los tres perros, tenía un sistema de alarma preciso y una compañía valiosa las 24 horas del día. Los primeros 15 días no me podía dormir; cabeceaba un rato y me despertaba. Tenía un miedo profundo en un medio que desconocía. Con el paso de los días, fui conociendo todos los detalles de la casa y revisé minuciosamente el paraje. Caminaba 3 horas diarias. A veces, llegaban pescadores a la playa. Los perros los detectaban con kilómetros de anticipación. También, solían merodear cazadores. El carácter de los perros se transformaba porque los cazadores venían con perros y un horizonte de conflictos se avecinaba. Con el correr de los meses, establecí una buena relación tanto con cazadores como pescadores. Aprendí mucho de ellos. Creo que llegado el caso, hubiera podido sobrevivir con mis tres perros sin el auxilio de Carlos Schulz. Llegué a dormir 10 horas diarias profundamente. Engordé y recuperé la paz y la tranquilidad con mis tres amigos entrañables. Durante el año que duró mi reclusión en Arenas Verdes, gracias a los perros, soporté la soledad.

- Estuve guardado un año y pico. Me lo banqué. Qué vas a hacer: “Si estás en una cagada, quedáte quieto.[3]

Cuando ya habían pasado 4 meses de mi estadía en Arenas Verde, comencé a mirar perezosamente los libros y papeles que me había enviado mi madre. Era un paquete en un sentido amplio y generoso: libros de ficción, de filosofía, de política, revistas de deportes, de actualidad, de espectáculo, fotos de la ciudad de La Plata y fotos de cuando yo iba a la escuela primaria. Todas las noches, después de cenar, si no había transmisión de fútbol, leía algo. Preferentemente, leía las revistas. Una noche, mientras el mar salvaje golpeaba en las rocas, descubrí dentro de una revista Siete Días una fotografía donde estamos mamá y yo. La fotografía me sorprendió porque no recordaba que nos hubiéramos fotografiado y tampoco haber visto la foto en casa. La contemplé detenidamente mientras las olas golpeaban incesantes y enojadas. A la izquierda de la fotografía estaba yo, con un pantalón náutico, zapatillas, remera y anteojos. A la derecha, casi rozándome, mamá: sandalias, pantalón azul largo, camisa blanca arremangada por arriba del codo; cabello blanco. Observé su cuerpo alto y delgado, levemente inclinado hacia adelante. “Como un signo de interrogación”, pensé. De repente, el fondo de la fotografía me sacudió. Nosotros estábamos en la playa y, en un segundo plano, estaban el casino de Mar del Plata y la rambla. Yo jamás había estado en Mar del Plata con mamá; pero la fotografía lo negaba. La fotografía decía que sí, que yo en algún momento había estado en Mar del Plata con mamá. Creo que me descompuse. Estaba solo en una casa sola en kilómetros a la redonda, con un mar embravecido y una revelación que me conmocionaba. Hice entrar a los dos perros que dormían en el galpón y busqué tranquilizarme. Todo era muy extraño, muy raro. Intenté olvidarme de la fotografía y me puse a cocinar; hablaba con los perros y también cociné para ellos. Afuera, el frío del Atlántico se hacía sentir. Alimentando la salamandra y escuchando la radio se hizo la madrugada. No podía apartar la fotografía de mi mente. Una foto que decía lo que yo sabía que no era, que no había sido nunca. Gracias a Dios, ya era de día cuando volví al cuarto donde estaba la valija con la fotografía porque, observándola nuevamente, reparé en un detalle que me quitó el sueño por semanas y que me impidió trabajar por largo tiempo. En un primer plano, como dije, estaba mamá y yo. En un segundo plano, nítido, detrás de mí: el casino de Mar del Plata y a la derecha, detrás de mamá, la rambla pero la rambla era de madera. Se distinguen claramente los caballetes, la balaustrada (formada por tres líneas de vigas de madera) y una rampa de madera para bajar a la playa. Ahora bien, cuando yo nací, la rambla ya era de cemento.

Meses después, cuando me encontré con mi madre le pregunté si ella me había enviado la foto. “No”, respondió. “Además, yo no conozco Mar del Plata.” Era verdad.

A través de un vecino, hice una consulta en el Laboratorio Fotográfico de la Policía de la Provincia. Me atendió el subcomisario Luis Soto. Después del peritaje me informó: “No hay ninguna posibilidad de que esta fotografía sea adulterada, trucada o montada” y a continuación en un papel oficio, con membrete de la repartición y su firma, me dio las características técnicas de la foto y su antigüedad: 10 años. Así, se abría un enigma inexplicable para mi mente, una confusión cósmica que emergió de esa valija; un caos temporal y espacial. Quizá, un mensaje para un alguien que ignoro o un imperativo de un alguien que desconozco.



[1] En algunos sectores dialectales del estado de Río Grande del Sur (Brasil), “correntino” es sinónimo de “argentino”. (El Ordenador)

[2] Automóvil Volkswagen. (El Ordenador)

[3] Alude al siguiente relato del folklore urbano. “La maestra solicita a sus alumnos que para el otro día traigan un cuento con moraleja (mensaje o enseñanza). Al día siguiente, los alumnos leen las narraciones seleccionadas, obteniendo la aprobación u observación de la maestra. Cuando le toca el turno a Jaimito (personaje del folklore urbano de la ciudad de Buenos Aires), cuenta el siguiente relato. ´Un pequeño y débil gorrión estaba en el nido. En ausencia de su madre y alentado por el sol de la mañana, comenzó a trepar de rama en rama. Se sentía feliz y fuerte. Confiando en sus fuerzas intentó alcanzar la rama más alta y se cayó al suelo. El golpe fue durísimo. Moribundo, perdió el conocimiento sobre la helada superficie pedregosa. En ese momento, pasó una vaca y lo cagó. . Una deposición verde, viscosa y chirle. El calor de la bosta lo reanimó. El gorrioncito volvió en sí y comenzó a moverse. Al principio, se movió suavemente; después, se sacudió. Entonces, un gato saltó sobre él y se lo comió.´ La maestra, con el seño fruncido, las manos crispadas y dolor de estómago, exclamó: ´¡Basta! Eso es un asco. No tiene consistencia como relato y tampoco tiene moraleja.´ Jaimito, como corresponde al personaje, no arrugó y retrucó: ´Es un relato porque tiene introducción, nudo y final. En cuanto a la moraleja, no tiene una sino tres.´ A continuación, con sus pequeños dedos, su mirar pícaro y su voz segura, enumeró: ´Primera moraleja: el que trepa se puede caer. Segunda: el que te caga no siempre te hace daño. Tercera: si estás en una cagada, quedáte quieto´.” (El Ordenador)

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