martes, 22 de septiembre de 2009

Biografía Criolla (II de VI) Los rasgueos de Adolfo



Por Roque Domingo Graciano



ll) "la mejor venganza de la vida es pasarla bien"



- Después, vino el exilio, la etapa de Centroamérica. En Panamá, me encontré con Bachini; fue como cerrar un círculo. Gabriel estaba en Barcelona. Poco a poco, las reuniones, las delaciones, los egoísmos me hartaron; no obstante, no me abrí inmediatamente. Primero, conocí los “revolucionarios” de otros países de América meridional. No me convencieron. Un voluntarismo desmesurado. Un machismo de sainete. Adriana y yo teníamos otras posibilidades y poco a poco nos fuimos abriendo a esas posibilidades.

La pareja, como pareja, se fue a la mierda; no obstante, consolidamos una amistad que dura hasta hoy. Gran parte de mi transformación se la debo a Adriana. Ella me enseñó a volar de otra manera; a no rasparme el culo contra el suelo.

- Terminé la carrera en México, en la Universidad Autónoma y Adriana se fue a Ecuador con los chicos. Consiguió un buen trabajo en un conglomerado de empresas francesas.

En Ecuador, hicimos dinero suficiente como para comprarnos una buena casa y si bien cuando estábamos en Quito soñábamos con La Plata, cuando estuvimos en La Plata nos asaltaron los fantasmas del pasado: muertos, desaparecidos, ausentes, metidas de cuernos y otras yerbas. A Adriana, le salió un buen trabajo en Capital Federal y yo enganché uno en la zona de Campana. La suerte estaba echada. Compramos una casa en Villa Urquiza, una mansión. Los chicos iban a un buen colegio privado y cada vez nos fuimos desentendiendo más de ellos. Poco a poco, fuimos comprendiendo que la mejor venganza de la vida es pasarla bien. Primero, fueron tímidos viajes a Brasil, después a Miami, el Caribe, Europa. Las escapadas eran a Punta del Este. De Villa Gesell, nos olvidamos.

- Dejé de trabajar en Campana e ingresé a un laboratorio en la avenida Alem, dedicado, principalmente, a la investigación de fármacos para equinos.

Los días transcurrían. Mi situación profesional y la de Adriana se consolidaban satisfactoriamente.

Ella tenía una pareja virtualmente estable y yo picoteaba con algunas empleadas no muy convencido de que me gustaran. Habitábamos la misma casa, amplia y generosa, por conveniencia y necesidad pero básicamente por inercia. Pese a que la pareja como tal no existía, no faltaron los roces y alguna escena fuerte, si bien la cosa no pasó a mayores.

Por ese entonces, tenía 45 años y traté de no achancharme físicamente y de proveerme de un modelo ético religioso que me sostuviera. En lo que hace al cuidado de mi físico, a mi estado atlético, lo logré plenamente. Dedicaba 3 horas diarias al cuidado de mi cuerpo.

Los frutos eran elocuentes: las mujeres me miraban. Sencillamente, les gustaba, les atraía. En cuanto a lo otro, a lo espiritual: un desastre. Tenía la sensación de que me hundía, como cuando el mar te “chupa”. No hacía pie. Incluso, las distintas parejas me vanalizaban y pervertían. No tenía discurso ni autoridad ante los otros ni ante mí mismo. A los chicos, les huía.

Un auto contratado por la empresa me pasaba a buscar todas las mañanas; previamente, recogía a un ingeniero que vivía no lejos de casa. Yo salía a la vereda puntualmente a las 9 horas y caminaba una cuadra hasta el kiosco donde compraba cigarrillos. Habitualmente, el auto me encontraba en el kiosco o en sus cercanías.

Al kiosco, lo atendía un joven muy pintón, muy atento en su manera de vestir, en el cuidado de su figura. Como cliente diario, pude observar que trataba a los clientes de manera desenvuelta y simpática pero hacia mí guardaba una marcada distancia, cercana a la indiferencia. Pensé que alguna vez, rayado, había sido brusco o insolente con él y traté, en algunas oportunidades, de armar una charla pero reboté. Marcado por su indiferencia o quizá por algún motivo subconsciente que ignoro, en una ocasión, inquirí sobre él. “Simón es único hijo; hace vida de club (pileta, tenis, pesas) y tiene un harén a su disposición (entre cuarentonas y adolescentes) al que atiende en un pequeño departamento que hay entre su casa y el kiosco.”

La información no me sorprendió. Más o menos era la imagen que me había hecho.

En una oportunidad, a propósito de una clienta que acababa de atender, le hice una broma sutil sobre el departamento de atrás. Se puso colorado. Me desconcertó. “¿Un flaco con tanta confitería sentirse molesto por eso?”

Durante los meses de diciembre y enero, yo viajaba a Punta del Este los viernes (o jueves) y regresaba los lunes o martes. Un lunes, cuando acababa de llegar de aeroparque, llamaron a la puerta. No había personal de servicio en ese momento y miré por la ventana del vestíbulo. Era Simón, el kiosquero, quien llamaba. Bajé a atenderlo, me saludó y me dijo si podía conversar conmigo, si tenía tiempo disponible.


No hay comentarios: