q) “Recordé su voz suave, sus manos pequeñas, sus glúteos con pecas y lloré”
- Tal como Lita lo había previsto, salí a la semana. Eran las 9 de la mañana; el sol me golpeó el rostro sin piedad; papá y Juan me esperaban en la vereda. Misteriosamente, sentí un desgarro al separarme de Lita. Recordé su voz suave, sus manos pequeñas, sus glúteos con pecas y lloré.
Papá había hecho averiguaciones por su lado y coincidió con mi compañera de cautiverio. Tenía que salir del país. La situación del Pata había empeorado; en la Facultad de Medicina se negaban a entregarle su título de médico. Por suerte, él tenía un certificado analítico legalizado que le permitía ejercer de alguna manera. En síntesis, ni mi situación ni la del Pata aconsejaban que nos quedáramos. Seguimos viviendo separados y nos rotábamos de casa en casa, usando viviendas de familiares.
El Pata conservaba excelentes contactos con los círculos de la Iglesia Católica de Córdoba que nos facilitaron la huida. Viajamos a la ciudad de Posadas, provincia de Misiones y estuvimos 20 días en un convento. Allí, nos entregaron una documentación que acreditaba nuestro viaje a Mozambique en una misión de ayuda humanitaria. El certificado analítico del Pata fue suficiente para que lo admitieran en la comitiva.
Con un grupo de cursillistas[1], viajamos a Asunción y de Asunción, en avión, a Lima. De Lima a México. Cuando bajé en el aeropuerto Benito Juárez, abracé al Pata y lloré. Esa noche, en el hotel de la Plaza de Armas de México, recordé que en meses era la primera vez que lo besaba al Pata. Se nos abría un nuevo camino no exento de dificultades.
El Pata estaba distante; el diálogo, que nunca fue ni abundante ni fluido, tendía a ser inexistente entre nosotros. No obstante, el Pata seguía siendo un tipo leal y confiable. En un vuelo directo, llegamos a Roma y sin salir del aeropuerto de Fiumicino, volamos a Mozambique.
Fue un golpe duro. Mozambique era un rancherío poblado de restos humanos que se arrastraban en la tierra sucia y maloliente. No había un lugar donde cagar con una mínima sensación de seguridad, en una elemental situación de higiene. Se dormía entre las ratas y las cucarachas, en el suelo de tierra o sobre tablones de madera. Los hombres, las mujeres y los niños dejaban que las moscas recorrieran sus caras, sus cuerpos, sus brazos sin espantarlas. No tenían fuerza ni voluntad para espantar las moscas que los recorrían pesadamente.
Fue un infierno de 30 días. El Pata se ligó y mentalizó con un grupo de voluntaristas y estaba dispuesto a tirar para adelante. Hablé con él en varias oportunidades y los líderes del grupo hablaron conmigo pero esa situación, esa vida, no la podía soportar ni drogada; era peor que un campo de concentración. Más miseria, imposible. Para colmo, decidieron internarse en Mozambique para socorrer una tribu que estaba en extinción como consecuencia del hambre y las enfermedades.
[1] Estructura ligada al Opus Dei, instituto de la Iglesia Católica (El Ordenador)
p) “lo esperaba con toda la pasión de una mujer virgen de 45 años”
- Compartí la celda con Lita Kolodgny. Para el momento histórico que se vivía en la Argentina, la pasamos muy bien. Entablamos una relación fuerte y me ayudó mucho. Después del último interrogatorio me dijo: “en una semana o diez días te largan; no obstante, no te quedés en el país porque la situación de las fuerzas armadas es cambiante. Lo que hoy lo ven de un color, dentro de un mes pueden verlo de otro. Hacé kilómetros.”
- Lita Kolodgny estaba detenida por una causa penal. Todos los días, recibía la visita de sus abogados, médicos y otros profesionales que la atendían. Era de una familia de clase media bien alta, plus; tenían propiedades importantes cerca de la Catedral, en plaza Moreno. El padre, que murió joven (cuando Lita y su hermano Fernando andaban por los 25 años), había sido gerente de un grupo financiero que controlaba frigoríficos, fábricas de alimentos, empresas constructoras y explotaciones agroganaderas.
Los Kolodgny habían educado a sus dos hijos dentro de parámetros estrictos, represores. Con la muerte del padre y la residencia de Fernando (el hermano de Lita) en la provincia de San Juan, la madre se concentró en “vigilar” a la hija.
Fernando, con el paso de los años, tuvo 6 hijos (¡castito el nene!), mientras Lita iba de la oficina a la casa y de la casa a la oficina. Recién a los 30 años, por un compromiso familiar y ¡acompañada por una amiga de la madre! hizo un viaje a Israel. Después, se liberó un poco de la vieja y por inexcusables obligaciones laborales viajó a Brasil, Europa y Estados Unidos aunque la coraza forjada por la familia no la pudo romper. A todo esto, para desgracia de Lita (y de la madre, por supuesto), la vieja sufrió de un cáncer feo: metástasis, cobalto, rayos, silla de rueda. Lita, cuarentona, siguió con la oficina y con la atención de la madre.
- El hermano se borró, como suelen hacerlo los varones.
Por una cuestión de herencia, Lita viajó por segunda vez en su vida a Israel. Un viaje breve, 7 días para arreglar y firmar papeles. En Tel Aviv, una situación bélica la detuvo más de lo previsto. En su estadía forzada, conoció un francés, Jon Candau, quien no sólo se alojaba en el mismo edificio que Lita sino que también, como ella, realizaba trámites en el Ministerio del Interior israelí.
Candau oficiaba, en ese momento, de gestor: por poder y mandato de otros. El caso que diligenciaba el francés era el siguiente. Un danés, Louis Hjemslev, había muerto en Jerusalén y los familiares del danés querían que fuera enterrado en Jerusalén de manera laica, exento de cualquier rito religioso. Ahora bien, como en Israel el nacimiento, el casamiento y la inhumación de personas, sólo se puede realizar en el marco de alguna religión, la tarea de Candau era lograr la pertinente autorización para hacerlo “por civil”. Hacía más de un mes que el cadáver de Hjemslev “descansaba” en una cámara frigorífica.
Una noche, entre las calles oscuras y prohibidas de Tel Aviv, Lita le enseñó a Candau algo que en su larga e inquieta vida Candau no conocía. (Lo que es decir bastante en un cincuentón, viajero impenitente desde los 15: marinero, inspector de vuelos, camarero en el tren París/Moscú, entre otros oficios y quehaceres diversos). Lita le enseña a hacer milanesas, le enseña a comer sándwich de milanesas. Cómo se elige y se corta la carne para milanesa; cómo se baten los huevos, sal, ajo, pimienta, perejil; cómo se calienta el pan para el sándwich. “La milanesa, una vez que se la retira de la sartén, se la sumerge en una olla de agua hirviendo. Así. Se la quita, rápidamente. Se abre el pan caliente. Medio ají asado y ¡buen provecho! ” Candau comió con fruición. Pensó, mientras masticaba, que eso y una botella de cerveza hubieran hecho más feliz su adolescencia en su rocosa tierra natal; y también, que esa comida era la que había deseado, una noche, entre los lagos de Alaska. La envolvió a Lita con una mirada de agradecimiento.
Lita regresó a la Argentina virgen como había llegado en su segundo viaje a Israel, sin haber visto el pene de un hombre, (sin haberlo tocado y acariciado, sin haberlo besado: su obsesión) sin que un hombre le acariciara el clítoris, sin que un hombre le hubiera acariciado los senos, ni besado la nuca. Sin una promesa ni un gesto que la hiciera abrigar una esperanza. No obstante, se sintió transformada, emocionalmente convulsionada. Cuando cruzaba el Atlántico, tuvo la certidumbre de que había seducido a Candau. Aunque no se lo hubiera manifestado, lo poseía; no sólo sería el hombre que la besaría, la acariciaría y la penetraría sino algo más, un algo más que no podía comprender en ese momento.
Al ingresar el avión a la bahía de Guanabara, Lita repasó en su mente (para que se fijara en la de él) la noche que, mientras sonaban las sirenas de alarma y los carros de combate se aprestaban en la oscuridad de la ciudad asfixiante, le contó a Candau cómo era la ciudad de La Plata. Dibujó un plano de la ciudad con sus calles, sus plazas y diagonales. “La diagramó Pedro Benoit, un masón francés, como vos.” Candau con su anillado dedo meñique señaló Plaza Italia y dijo:
- “Este es el centro de la ciudad”.
Lita, tercera generación de platenses, lo corrigió:
- “No, el centro de la ciudad es plaza Moreno[1], la plaza de mi barrio; es ésta”.
- “¡Qué raro!”, exclamó el francés.
Lita, programando el futuro, le explicó con minucia y detalle cada lugar de la ciudad de La Plata, sus costumbres y cómo llegar con precisión a su casa, a la puerta de su habitación. Vehemente, sabía que Candau no le fallaría.
Habían pasado 72 días, con sus noches, después de su llegada. La madre dormía medicamentada. Lita, acostada en su cama, desnuda, con los ojos abiertos ya no pensaba en el trabajo de la oficina. Estaba distante de sus tareas laborales por primera vez en su vida. “La contadora anda mal.” “La madre está muy enferma, en silla de ruedas, la asisten 3 enfermeras permanentemente.” “El viaje a Israel la trastornó. Para nosotros, la guerra es una noticia periodística; para quien la debe vivir es bravo; te deja de la nuca.” “Ya lo va a superar.” Ella sólo esperaba lo que sucedería minutos después: que alguien desde afuera moviera el picaporte de la puerta de su dormitorio.
No por esperado, no por anhelado, el movimiento del picaporte careció de sorpresa. Un terremoto sacudió su pecho. Un volcán de sangre golpeó su rostro. Sin vacilar, sin dudar, sin aliento, con las manos empapadas de sudor, abrió la puerta: era Candau y Lita lo esperaba con toda la pasión de una mujer virgen de 45 años, una pasión con atraso, enriquecida en noches de insomnio y anhelo. No hubo palabras, sólo dos cuerpos que, lentamente, se enroscaron, se lamieron, se bebieron, se consumieron con un rito milenario. A la mañana, sumergida en la bañadera, mientras Jon dormía en su generosa cama, Lita se sorprendió de cuánto sabía en materia de sexo y con cuánta facilidad aprendía. “Por la mierda, es más fácil que una conciliación bancaria y más gratificante.”
Así, empezó todo y las visitas de Jon, a la noche, cuando el personal de enfermería se había retirado, se hicieron habituales. Una picada frugal; una copita y el combate sexual comenzaba, siempre, en el baño. Baños de inmersión, caricias, masajes y continuaba en el dormitorio, hasta que, sistemáticamente, Jon, con su español gutural pedía:
- “La vieja, la vieja”.
Entonces, Lita (desnuda, envuelta en besos y semen) traía a su madre en la silla de ruedas: arrugada, pequeña como un niño de 6 años, calva y destruida por la aplicación de rayos y la instalaba en su dormitorio, frente a su cama donde ella y Jon practicaban un sexo sin límites. La vieja, desde la nebulosa de su mente, “veía” cómo Jon penetraba a su hija y Lita (mientras le succionaba el glande a Jon, henchido como una gigantesca frutilla a punto de estallar) sospechaba su mirada de agradecimiento y satisfacción como cuando por primera vez le hizo probar milanesas.
Una mañana, cuando Lita fue a retornar a su madre al dormitorio, descubrió que la madre estaba muerta. Una pegajosa baba era su último mensaje. Lita se descompuso. Jon no actuó con la premura necesaria y el personal de enfermería constató lo que era una vehemente sospecha entre ellos, los vecinos y algunos familiares. El resto fue incontenible. Familiares y vecinos, deseosos de hacerle pagar caro sus éxitos económicos, calentaron los oídos del Obispo de la ciudad. Satanizaron el caso; elementos no faltaban. Fernando, el hermano de Lita, vio el negocio y coadyuvó en la denuncia, la diatriba y la difamación. Los jueces, humanos como la señora de la feria del Parque Saavedra, caratularon el caso como “crueldad mental seguida de muerte y abandono de persona.” Sólo algunos directivos de la empresa donde trabajaba Lita la bancaron. Ella tardó un mes en “despertar”, en articular una defensa y si bien los propios policías le aconsejaban que no declarara sin asesoramiento legal, la inexperiencia y la indefensión anímica en la que estaba en los primeros días, inmediatamente después de la muerte de su madre, la llevaron a la cárcel. “Aquí, en esta celda, en este rincón me reencontré conmigo misma y comprendí la inmensidad y profundidad de la miseria humana.” “También hubo manos que me ayudaron.” “Jon me dio una felicidad inmensa pero extranjero, sin relaciones, no podía colaborar en estas circunstancias.” “Es sonsa la mujer enamorada.” “No importa, hoy estoy más fuerte y dispuesta a ser feliz. Seré feliz, soy feliz en esta celda.” “Mi felicidad será un castigo para los enanos.” “De aquí saldré y viviré a mil, hacia adentro, emocionalmente.”
Salió a los tres años y se instaló en Nueva York. Me comunico con ella 2 veces por año. Está espléndida, seductora: una diosa.
[1] Indica el centro “geográfico” de la ciudad de La Plata. (El Ordenador)
- OK. Vuelvo al momento de mi detención. Estuve detenida 15 días en la Brigada Femenina. Si bien estaba prohibido, papá me veía todos los días, un minuto o dos; me dejaba ropa de cama, ropa de vestir, comida y un beso. Me interrogaron tres veces, las tres veces el mismo tipo y en la misma oficina en que había estado sentada la primera vez. El investigador era un hombre rubio, pelo ondulado con una calva incipiente; 40 años aproximadamente. Llevaba una carpeta que leía silenciosa y largamente delante de mí. Estaba acompañado siempre por otros dos que se sentaban algo alejados de la mesa. Todo era muy silencioso. La lectura le insumía 45 minutos, 1 hora. La primera vez me preguntó los datos personales, familiares, laborales, si tenía militancia política. Yo siempre contesté con la verdad. Era un interrogatorio burocrático, administrativo. Tomaba nota en una hoja suelta que estaba dentro del expediente. No anotaba todo lo que yo le decía sino algunas cosas. Escribía a mano, como repasando (rescribiendo) cada letra que trazaba. Después, les ordenó a los tipos que me llevaran nuevamente a la celda. El segundo interrogatorio giró en torno al Buda Cardozo, al Pata Beltrami y sobre algunas alumnas que había tenido en la “legión” (4 de ellas están “desaparecidas”; con la otra, jamás pude hablar, aunque lo intenté después de mi regreso de Europa). Nuevamente, a la celda. El tercer interrogatorio no existió. Estuvo leyendo el expediente más de una hora; de repente, me miró y como hablando consigo mismo dijo “esto es puro chusmerío” señalando el expediente. Nuevamente, a la celda.
- Ese crimen sucedió cuando nosotros ya habíamos regresado de Europa, en el 84. Lo seguí por los diarios. “El crimen de la traductora”[1]. Sólo sé lo que salió por los diarios. Los leí minuciosamente porque estaba de reposo por mi segundo embarazo. No me cabe la menor duda de que Federico planificó, armó todo; lo cual no quiere decir que haya actuado personalmente. Es la obra de un narrador, de un avezado contador de novelas que no deja variantes libradas al azar. Fue un relato logrado “con felicidad”.
- La investigación fue muy desprolija. Los jueces y fiscales que intervinieron iban y venía. Negaban hoy lo que habían afirmado ayer o unas horas antes. El lunes metían preso a uno, lo liberaban el miércoles y lo volvían a encarcelar el viernes. Si mal no recuerdo, por el asesinato de Ailín fueron detenidas 6 ó 7 personas durante todo el proceso. Federico estuvo detenido en dos oportunidades y en la última, cerca de un año, junto con su madre y su hermano Esteban. El primero en estar detenido fue un ex alumno y pareja de Federico, un tal Daniel.
La “huida” de este flaco ilustra el despelote que fue esa causa. Este Daniel no era de la ciudad de La Plata; pertenecía a una familia de financistas ligados a los famosos exportadores de cereales (creo que son 6 firmas en toda la Argentina). Después de estar detenido una semana, fue liberado por el juez. El pobre juez había recibido varios tirones de huevos por haberlo detenido. Cuando Daniel estuvo en libertad pero aún seguía procesado, la familia lo embarcó en un avión y lo fletó a EEUU.
El juez de la causa se enteró por los periodistas que “su” procesado no estaba más en el país. Bien, ¿qué hizo el pobre diablo? En lugar de decretar su “captura internacional”, firmó una autorización para que Daniel saliera del país. ¡Autorización que “hasta ese momento” nadie había solicitado![2].
- Creo que el momento histórico que vivía la Argentina permitió la impunidad de ese crimen y también su difusión, su popularidad. Se lo leía como una telenovela. Fue un crimen mediático. Todo se juntó: un periodismo nuevo que se abría con fuerza; estructuras judiciales y policiales que crujían por vetustas y una sociedad platense que oscilaba entre la culpa por haber sido cómplice y la sed de revancha por haber sido herida.
Creo que Federico (o quien hubiera sido el asesino) sopesó esas variantes y le salió “bien”; no fue obra de la casualidad.
La bella traductora, Ailín C. Bowles, que el lunes pasado desapareció misteriosamente de su casa en Gonnet, dejando solo a su hijo de tres años, fue encontrada en las adyacencias de la ruta 22, acribillada a puñaladas. El caso plantea un denso misterio y nadie encuentra una explicación.
Estaba separada de su marido (oficial de policía y licenciado en Letras), con quien tuvo tres hijos. Últimamente, mantenía relaciones con otro hombre.
Ambos masculinos tienen coartadas perfectas.
Una fuente policial reveló que se trataría de un típico homicidio por cuestiones pasionales.
Los exámenes habrían evidenciado que hubo dos balazos (uno en el rostro), numerosos golpes y 24 puñaladas (varias de ellas en los genitales). De esos elementos, se infiere un ensañamiento enfermizo.
Asimismo, fuentes cercanas a la investigación dejaron trascender que habría intervenido más de una persona en el crimen y que un sospechoso estaría detenido.
Pág. 25 – Crónica - Sábado 14 de julio de 1984 – La Plata – Argentina.
- En mayo de 1976, aparecí en una lista de cesanteadas. Imprudente y mal aconsejada, fui al Ministerio de Educación, en calle 13, para buscar una explicación. Me atendieron en la planta baja, en la subsecretaría de educación. Eso fue a las 9 de la mañana. Me pasaron de oficina en oficina; de despacho en despacho. Eran las 14 horas y no tenía una respuesta. A las 14 y minutos, cuando estaba en la antesala del subdirector de Personal, 2 señores se acercaron y me informaron que estaba detenida en averiguación de antecedentes. Fue el golpe de gracia. Sentí que me desvanecía. Estaba absolutamente agotada y perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba en la misma antesala, ahora atendida por dos médicos; los policías también estaban a mi lado, discretos, correctos en sus modales. “Señora, es un trámite de rutina. Es simplemente para identificarla. Una vez que la identifiquen en Jefatura, se inicia el trámite para reintegrarle sus horas cátedra.” A través de una escalera interna, apoyada en uno de los médicos me bajaron hasta el subsuelo. Cuando pasé por la oficina Registro de Resoluciones, en el subsuelo, lo vi a Federico; me miraba atentamente. Unos metros más allá, estaba la puerta de acceso a la playa de estacionamiento. Los dos policías se subieron en los asientos de adelante del auto y los médicos y yo en la parte trasera. Yo iba al medio. Avanzamos lentamente como si estuviéramos haciendo un paseo. El automóvil estacionó en calle 1, en la Brigada Femenina y me bajaron en la vereda. Me ingresaron a una oficina que estaba a la entrada y me sentaron en una silla. Esperé 15 minutos y en el pasillo, afuera, escuché la voz de mi papá. El alma me volvió al cuerpo. Intercambiamos pocas, poquísimas palabras con papá “Todo está bien, tranquila, tranquila. Más tarde te traigo ropa.” Mi situación cambiaba. No era una detenida clandestina sino que en caso de que me detuvieran sería una detención legal. Conocía a mi viejo y sabía que no mentía. Después de mi liberación, papá me contó que sonó el teléfono en la fábrica y la voz de un hombre le dijo: “Soy amigo de la Gurisa. La detuvieron en el Ministerio de Educación. La están llevando hacia la Brigada Femenina de calle 1.” Nunca supimos quién fue. Pudo haber sido Federico; sólo es una conjetura.
- Una noche nos reventaron el departamento a las 3 de la mañana. El Pata estaba durmiendo en el dormitorio y yo estaba corrigiendo unos trabajos de los alumnos en el comedor. Habíamos dejado la puerta del departamento sin llave, desaprensivamente. La puerta se abrió violentamente y antes de que alcanzara a ver algo, me encajaron una bolsa de arpillera en la cabeza. Me golpearon y me ordenaron que me quedara quieta. Escuché que abrían la puerta del dormitorio. Un golpe y un grito. “Mataron al ‘Pata’”, pensé. Habían transcurrido 30 segundos desde que ingresaron. Nuevamente, “sentí” que se abrió la puerta del departamento y una voz de damajuana gritó: “¡Pelotudos, este es el noveno! ¡Abajo, boludos, abajo!” Salieron en tropel ¿Era realidad o una fantasía producto de nuestros miedos, de nuestros temores? Yo tenía la boca reseca. Sentía que en el estómago me hurgaban con tenazas calientes, me apretaban, me retorcían. No atinaba a ponerme de pie ni a quitarme la arpillera de la cabeza. No escuchaba ningún ruido. Venciendo todos lo temores me quité la capucha. El comedor estaba más o menos como antes, salvo unas sillas caídas en el piso. En eso estaba, cuando del dormitorio, desnudo y con una bolsa de arpillera en la mano, apareció el Pata. Sabía menos que yo. Se despertó ahogado por una mano. Pensó que era una pesadilla. Deambulábamos por el comedor como dos muñecos de estopa. Al rato, comprendimos que habían cometido un error. Estaban en el departamento de abajo, en el departamento del profesor de la Escuela de Periodismo. No escuchábamos voces ni gritos. Sólo se escuchaba el zumbido de máquinas pequeñas como taladros eléctricos o amoladoras. Cerramos la puerta con llave. Apagamos las luces y permanecimos despiertos hasta el amanecer. El Pata tenía un ataque de hígado y yo no podía respirar. Me ahogaba. Antes de las siete de la mañana, cesaron los ruidos en el departamento del octavo piso. Lentamente, comenzó a funcionar el ascensor del edificio. La gente salía rumbo a sus obligaciones matutinas. A media mañana, nos dormimos.
Fue un brusco despertar. Charlé la cosa con mi viejo y me aconsejó que me fuera de La Plata. ElPata sufrió otros encuentros similares. Teníamos la sensación de que nos seguían. Al poco tiempo, una alumna mía apareció acribillada a balazos en el camino que une Villa Elisa con Punta Lara. Tenía 30 tiros de 9 milímetros. Había dormido en mi departamento la semana anterior. Con el Pata, decidimos abandonar el departamento; estaba muy quemado. Meses antes era como la “casa del pueblo”. En la calle, me crucé con Adolfo. Le conté el proyecto. “Si te vas, es por algo”, me dijo. No encontraba salida. Dormíamos algunas noches en el departamento y otras no; eso sí, todos los días pasábamos y hablábamos con el encargado del edificio para dar una imagen de normalidad. “Hay que minimizar riesgos, sin despertar sospechas”, dijo Adolfo. Volví a los psicofármacos. Sabía que perdía años de sacrificio pero no podía vivir “sin muletas”.