viernes, 11 de julio de 2008

Biografía criolla (I de VI): LOS DECIRES DE ADRIANA


Por Roque Domingo Graciano


Tuve una infancia de pesadillas, de espanto, de noches sin dormir. No tuve niñez. Tuve miedos

- Nací en una clínica de Mar del Plata; fue un “aterrizaje” técnico porque mi niñez transcurrió en el pueblo de Juárez y en un campo de González Chaves, El Yapar, propiedad de los padres de mi madre, mis abuelos maternos.
Mi padre era médico y tenía su casa y su consultorio en Juárez. Mi madre es maestra y trabajaba, por aquellos años, en una escuela rural a 15 kilómetros de Álzaga y a 5 kilómetros de El Yapar. De lunes a viernes (o de martes a viernes), vivía en el campo de su padre, El Yapar. Hasta ahora conservamos ese campo de 15.000 hectáreas.
La casa de El Yapar, en mi niñez, era una construcción inmensa: techo de chapas de zinc con 4 caídas que se sostenía con tirantes de pino “a la vista” y cielorraso de pino tea. Alrededor de “toda” la casa había (y todavía hay, porque la estructura básica sobrevive) una galería de 3 metros de ancho. El alero de la galería se sostiene en columnas de quebracho. El piso de la galería es de calcáreo y está elevado con respecto al terreno circundante unos 40 centímetros. Todas las habitaciones daban a la galería y ninguna tenía ventana. Arriba de cada una de las puertas, hay una banderola. Las paredes eran de ladrillo revocado con cal y arena de conchilla. Había 7 habitaciones de más de l7 metros cuadrados cada una con pisos de calcáreos que se limpiaban con aserrín y kerosene. La habitación que daba hacia el lado de la tranquera, la que mira hacia el noreste servía de sala-comedor. La opuesta era la cocina. Las otras eran habitaciones dormitorios. En la casa, no había baño. Había una letrina a unos 25 ó 30 metros de la casa y de noche, en los dormitorios, se utilizaban bacinillas para orinar. La galería era el límite entre los animales y las personas. Las gallinas, los perros, los patos, los chanchos, las ovejas, los caballos y las vacas deambulaban alrededor de la casa. Contiguo a la casa, se ordeñaba, se cortaba leña, se carneaba, se arreglaban los vehículos. La galería era el límite que los animales no podían transponer; ni los perros ni los gatos. Detrás de la cocina, había una bomba manual para sacar agua y a 40 metros había un molino y algo más allá, un tanque australiano; entre la cocina y el molino, se amontonaban los restos de carros, jardineras, coches de a caballo, camiones, autos, tractores y otras porquerías. También, dos galpones precarios de paredes y techo de chapas de zinc, sin puertas. En ese ámbito vivían los peones golondrinas para la cosecha y otras personas que estaban transitoriamente en el establecimiento. Cercando este espacio, había un semicírculo de siempre-vivas que crecían salvajemente y cuya función era proteger la casa de los vientos del sur y del sudoeste. Más atrás, ya en pleno campo y en la misma dirección, se erguía un monte de eucaliptos y paraísos. En ese monte, estaba la fosa que contenía los malones de los indios en el siglo 19.
En la época de lluvias, no se podía salir de la galería. Debajo de la galería había un fango que impedía caminar a las personas. Entonces, se hacían senderos con troncos o piedras.
Mi abuela, mi madre, mi hermano mayor y yo utilizábamos el dormitorio o habitación principal. Ya en ese entonces, mi abuelo materno había muerto. Él murió cuando yo tenía un año. El hermano mayor de mi mamá ocupaba otra habitación con su mujer y sus dos hijos, mis primos. Había una habitación donde dormían los hombres y otra, donde dormían las mujeres. En la cocina, había una inmensa cocina “económica” de hierro fundido, negra con 8 hornallas y un horno; siempre estaba encendida; se alimentaba a leña por adelante y a toda hora; de día y de noche, se podía encontrar una olla de 10 litros y una pava de 5 litros con agua hirviendo. La cocina era de 2,80 por 2 metros y 0,80 de altura. Funcionaba en invierno y en verano. En invierno, de noche, se la encendía al máximo y durante la noche se le echaba más leña.
Desde los 3 ó 4 años, acompañaba a mi mamá a la escuela. Íbamos en un camión Ford A o en carro tirado por caballos, cuando el camino impedía viajar en camión.
Se lo llamaba carro con capota; algo parecido a lo que aquí, en Buenos Aires, se llama “mateo”. También, íbamos en una jardinera con capota. La jardinera era un carro pequeño de dos ruedas tirado por uno o dos caballos. Esa jardinera tenía ruedas de un viejo Ford T, con cámaras y cubiertas, por lo tanto, su andar era rápido y suave.
Mi mamá sabía manejar todo: carros, camiones, tractores pero cuando íbamos a la escuela o a Juárez, no manejaba ella sino alguno de mis tíos o el tractorista.
En esa escuela, hice casi todos mis estudios primarios. Había sólo dos maestras: la señorita Marta y mi mamá que además era la directora. Las maestras también hacían de mucamas, cocineras, psicólogas, enfermeras, arregladoras de conflictos familiares y mucho más. Los alumnos les regalaban grandes ramos de aromo.

- Si uno lo compara con la vida urbana actual o aún con la vida que hoy se hace en El Yapar, la higiene dejaba mucho que desear. Nunca vi una mujer bañarse ni higienizarse. Mi madre, mi hermano y yo nos bañábamos en la casa de Juárez, los fines de semana. Los hombres se higienizaban en el piletón que estaba debajo de la bomba, detrás de la cocina, cuando volvían de sus tareas, a la tarde; se lavaban los pies, la cabeza, el torso y las axilas; no se desnudaban; no se quitaban el pantalón; no se lavaban el ano y los genitales.

- Un suicidio precipitó mi internación en un colegio de Mar del Plata. En El Yapar, había una niña de mi edad muy descuidada físicamente, con heridas infectadas en la cara y en el cuerpo; siempre mocosa, con tos y aspecto de persona enferma. Con frecuencia, jugábamos en la galería de la casa. A ella, la fascinaban las revistas del espectáculo como Radiolandia, Antena y similares que yo traía del pueblo. Siempre me decía que quería ser artista, que sería artista. “Quiero estar entre pieles comiendo bombones y que un negro me abanique.” Miraba las fotos de las artistas y el rostro se le iluminaba. Era su único momento de felicidad. Una tarde, mientras mis parientes estaban en las libaciones y en la picada, discutiendo ruidosamente sobre el partido de fútbol del domingo, en una de las habitaciones de la casa sonó el estampido de una escopeta calibre 16. Yo estaba en la galería a pocos metros de los hombres. Como un resorte, mágicamente, lívidos todos, se pusieron de pie. Los perros huyeron y un caballo rompió la soga e inició una carrera enloquecida. Una de mis tías me agarró de atrás y me arrastró hasta un auto, me metió adentro del auto y no volví a entrar a la casa por varios años. Esa noche, dormí en el domicilio de unos familiares de González Chaves y pocos días después, me internaron en el colegio de monjas. Más tarde, me enteré que la amiga de mi infancia se había suicidado y, años después, supe que estaba embarazada como consecuencia de una violación. Cuando 5 años más tarde, regresé al establecimiento, la vieja construcción de 7 habitaciones y techo de zinc era usada como depósito y la familia vivía en la nueva casa de tres plantas, con gas, energía eléctrica, cinco baños, teléfono, pileta de natación y cancha de tenis. Otra vida. La familia había comprado campos vecinos y arrendado otros para su explotación. No había lugar para la nostalgia sino para el trabajo duro y la fiesta ruidosa: “detrás del monte está la fosa para contener a los indios; ya no hay más indios ni los que murieron en los enfrentamientos.”

me instalé definitivamente con las monjas, en Mar del Plata

- La casa de Juárez estaba a 20 metros de la plaza. Era un chalet con tejas coloniales. Adelante, tenía un pequeño jardín, un porch y el primer ambiente era la sala de espera que utilizaban los pacientes de mi padre. A la izquierda de la sala de espera, estaba el consultorio y de trás del consultorio había otra habitación amplia e iluminada que era el estudio de mi padre. Todo eso era de él y la familia no tenía acceso. Ni siquiera teníamos llaves de esas dependencias. Detrás del estudio u oficina de mi padre, quedaban dos habitaciones de 3 por 3, una cocina y el comedor. Al costado de la casa, había una parra hasta la altura del techo. Era un espacio ideal para un garaje. No obstante, la casa no tenía entrada de autos. Mi padre tenía auto si bien no recuerdo dónde lo guardaba. En la casa, no, porque no había por donde entrarlo. Detrás de la casa estaba “el rancho”, una construcción de madera, una especie de quincho cerrado que se utilizaba como depósito y donde jugábamos en mis tardes de Juárez.
Las paredes de la casa eran de óptima calidad, revestidas con piedra Mar del Plata. Los pisos eran de pino tea, el cielorraso era machimbre “a la vista” y las aberturas eran de cedro barnizado. Entre los dos dormitorios había un baño; la casa no tenía gas. En el baño, había un calefón que funcionaba con energía eléctrica y la cocina era a kerosene. En verano, utilizábamos ventilador y en invierno estufas a kerosene, a gota; funcionaban a través de una gota que caía de un botellón invertido.

- En Juárez, mis juegos eran el patinaje en la plaza de la esquina y las figuritas de Radiolandia. Recortaba las fotos de los artistas y, en el “rancho”, armaba una imaginaria aula y les daba clases. Desde chica, me gustó el fútbol. Soy hincha de River; es una herencia de El Yapar. Los hombres de la estancia, los domingos, rodeaban la radio y escuchaban los relatos de los partidos de fútbol. Llevada por el afecto de uno de mis tíos, me hice hincha de River. En una ocasión en que estaba en la playa de Mar del Plata, encontré al equipo de primera de River y me saqué una foto en la que yo estaba delante de ellos y ellos con el torso desnudo. Verdaderamente, me calentaban; los futbolistas fueron un manantial erótico en mi niñez. En otra oportunidad, encontré, también en la playa, a Labruna que estaba de luna de miel y me saqué una foto con la pareja. Esas fotos las conservé hasta que me fui a Centroamérica.

- La relación con mi padre fue una relación fuerte. Él fue mi primer hombre biológica, emotiva y sexualmente. Él me violó.
Fue un manejo jodido; desde pequeña, desde niña me condicionó. Por ejemplo, él me atendía en su consultorio, en el pueblo, y cuando yo tenía 6 años, me dijo en una oportunidad que él me podía matar. Nadie se daría cuenta de que él me había matado porque era mi médico y por sobre todas las cosas porque era mi padre. Nadie sospecharía de él. Me condicionó. Yo era un satélite, un muñeco, un juguete de él. Una tarde, estando en Juárez, cuando volví de la plaza donde había estado patinando y después que me hubiera bañado, mi padre me llevó a su consultorio que cerró con llave y comenzó a manosearme. Tuve una infancia de pesadillas, de espanto, de noches sin dormir. No tuve niñez. Tuve miedos.

- Mi familia, en ese entonces, vivía turbulencias profundas. Yo misma vivía de convulsión en convulsión. Cuando un familiar te manosea a los 8 años sentís repugnancia por vos, por tu cuerpo y a la vez se abre un enigma: “qué despierto en el otro”. Hay una búsqueda, una curiosidad. Gesto de rechazo y, simultáneamente, de complacencia. Eso te produce una profunda confusión, un sentimiento de culpa: “yo lo provoqué”. En mi caso, fue así: “yo soy la mala”. Un sentimiento de inferioridad, de desconfianza, de miedo, de temor. Es una situación muy, muy jodida.

- En parte sí. El campo embrutece, baja las defensas, picanéa los instintos. El campo, la naturaleza no perdonan.

- Nunca lo hablé con mi madre. Con mi padre, dejé de hablar a los 12 años cuando me instalé definitivamente con las monjas, en Mar del Plata.

- A las monjas, les debo la vida y las de mis afectos.

- A partir de mi ingreso al colegio de Mar del Plata, no sólo dejé de ir a El Yapar sino también a la casa de Juárez. Algo, alguien o alguna circunstancia me hizo cortar definitivamente con mi padre.

- Hablé el tema largamente con las monjas. Ellas me comprendieron, me explicaron y me contuvieron. Ignoro si ellas hablaron con mis padres.

- Sigo ligada a la congregación. Terminé el secundario en el Gran Buenos Aires, en un colegio de la orden que funciona en el partido de Berazategui.

Gozaba de una sensación especial de libertad

- La Plata era una ciudad de calles anchas y arboladas. Me encantaban los tranvías. El viejo Teatro Argentino con su “Jardín de la Paz”. Los edificios públicos construidos simétricamente y con amplios jardines. Una ciudad doctoral y juvenil al mismo tiempo. Doctores jóvenes; jóvenes reflexivos y maduros. La ciudad perfecta de Argentina si tuviera el mar en `el Bosque´[1], lamiendo las escalinatas de la Facultad de Medicina. Semanalmente, iba al juzgado en lo Penal para presenciar juicios orales. En ese entonces, los juicios orales no eran tan frecuentes como hoy. Me fascinaba Robert Alcorta (creo que así se llamaba). Era un penalista astuto que farandulizaba la exposición oral y que trabajaba con seriedad y profesionalidad lo pericial.

- La facultad funcionaba en el edificio central de la universidad; en calle 7 entre 47 y 48. En ese edificio, funcionaban el rectorado y todo el aparato administrativo, la Facultad de Humanidades (en la planta baja hacia calle 6) y la Facultad de Derecho en la planta alta. Se podía entrar tanto por calle 7 donde había un amplio jardín con la estatua de Joaquín V. González como por calle 6, donde también había un jardín con palos borracho, coníferas y canteros con flores y bancos de cemento donde se sentaban los estudiantes a leer o conversar.

- Gozaba de una sensación especial de libertad. Viajaba con frecuencia a Buenos Aires. En La Plata, iba a bailar y a divertirme al Jockey, al club Universitario de calle 46 y con Beto Peregrina (un bahiense, jugador de básquetbol y abogado del Banco Nación) cenábamos todos los sábados en el comedor del Colegio de Escribanos de calle 13. Toda esa etapa fue de mucha oxigenación, de mucha movilización intelectual, emocional y ¡hormonal!

cuando se enfrentaba a su enamorado se le dilataban las pupilas, transpiraba, sufría taquicardias y mareos

- Beto Peregrina nació y se crió en Bahía. Vino a La Plata a estudiar derecho; se recibió; entró a trabajar en el Banco Nación y se quedó en la ciudad hasta su muerte. La madre de Beto era de una familia pudiente del centro de Juárez, los Mc Lean. Ese es el motivo por el que fue una de las primeras relaciones que tuve en La Plata. Asimismo, en el colegio de la congregación, en Mar del Plata, estudié con una prima y una sobrina de Beto. Los Mc Lean fueron militantes destacados del radicalismo yrigoyenista y mantuvieron célebres enfrentamientos con el caudillo conservador Fumará. Particularmente, en Juárez, se recuerda la defensa que los Mc Lean hicieron del maestro socialista Juan José Bernal Torre, durante el revival conservador de los años 30.

- Beto Peregrina se suicidó. Se suicidó por amor.

- A Beto, lo conocía de mentas; por referencias de sus parientas que, como no podía ser de otra forma, estaban recalientes con el flaco. Como el parentesco les “impedía” concretar la relación, deseaban que yo lo conquistara. Así, cuando me vine, en quinto año, al colegio de Berazategui, ellas armaron la cosa para que nos encontráramos. Beto fue a visitarme; no fue solo sino acompañado de su madre, Anabella Mc Lean. Todo perfecto. La madre era de Juárez; amiga de la familia de mi madre y de mi padre. Todo bien. Beto me dejó su dirección y su teléfono en La Plata y cuando yo salía los fines de semana o los feriados me comunicaba con él. Fue absolutamente natural que yo, una chiquilina de 17 años, también me calentara con él que era una flaco pintón de más de 1,80, rubio, atlético, casi 10 años mayor. Beto no apresuró la cosa ni se bebió de un trago la copa que se le ofrecía. Se tomó su tiempo. Salíamos a comer, al cine, a Buenos Aires, a visitar parientes y amigos comunes y me devolvía “casta y pura” al colegio.
Una noche, con Beto, salimos en tren de la estación Constitución. El tren iba hasta La Plata, donde vivía él. Yo me tenía que bajar unas estaciones antes, en la estación Pereyra, que era exactamente donde estaba el colegio. La llamada estación Pereyra era un apeadero, con dos plataformas de cemento paralelas a las vías del tren, 4 ó 5 faroles que se encendían al oscurecer y nada más. No tenía boletería ni refugio para los pasajeros. A los 200 metros hacia el este, estaba el convento. Era una zona de espesa vegetación, una prolongación de la llamada “selva marginal de Punta Lara”, con no más de diez casas de familia, un destacamento militar en las cercanías, unas instalaciones ferroviarias y punto. Nada más.
Esa noche veníamos de visitar amigos y divertirnos. Yo estaba más que lanzada. Él aceptaba mis coqueteos y “arrimes” pero tomaba distancia y no permitía una confrontación abierta. Por mi lado, era muy jovencita y no manejaba el arte de la seducción. No obstante, algo pasó. El tren, respondiendo al mandato de mi subconsciente, no se detuvo (como debía hacerlo) en la estación Pereyra. Se detuvo en la estación siguiente, Villa Elisa. “Desde aquí no tengo medios para regresar al colegio.” El guarda del tren se deshizo en disculpas y le echó la culpa al maquinista. El maquinista derivó la responsabilidad al señalero y en definitiva, convinimos en seguir hasta La Plata y tomar el tren de regreso. En La Plata, nos enteramos que el próximo tren que nos podía llevar a la estación Pereyra salía dentro de 5 horas. Una locura. ¡5 horas sola con Beto! Yo estaba dispuesta a aceptar lo que viniera. Bien, Beto me llevó al Hotel Provincial, me alquiló una habitación y ordenó que a las 7 de la mañana me despertaran y a las 7 y media comunicaran al colegio dónde estaba yo y que iba en viaje hacia Pereyra. Me dio un beso y se retiró. ¡Todo un caballero! A la mañana siguiente, volví “pura y casta” al convento.
Lo conversé con la monja que era mi guía. Me preocupaba que él pensara que yo era una mocosita, una inmadura. Me jodía mi incapacidad de atracción, mi torpeza en la seducción. La monja me dio una explicación que me convenció. “Él es un profesional casi 10 años mayor que vos. Vos sos menor. Toda, absolutamente toda la responsabilidad es de él y eso él lo sabe. Vos podés ser imprudente; se te va a perdonar. A él, no.”
Así la cosa, me enganché con otro flaco y después con otro y Beto pasó a un segundo plano.
Cuando andaba en la compra de un departamento en La Plata, lo consulté para que me orientara y, a partir de esa transacción inmobiliaria, mantuvimos un contacto diario. Solícito, me orientó sobre inmuebles, inmobiliarias y planes de financiamiento. Todo OK.
Pensé que ahora que yo vivía sola en La Plata y era mayor de edad podría concretar una relación “mas profunda” con el esquivo Beto. No me equivoqué. Un sábado a la noche, después de la cena en el Colegio de Escribanos de calle 13, lo invité a mi departamento a tomar un café y tuvimos sexo, que era lo que yo necesitaba. Todo bien. Me satisfizo sexualmente.
Durante esa relación descubrí que Beto Peregrina consumía psicofármacos bajo prescripción médica, y que, tras su apariencia contundente, era un ser vulnerable pero nada más. Jamás tuve indicios de otra cosa.
El “noviazgo” se diluyó sin pena ni gloria y sin llanto de mi parte ni la de él. Seguimos siendo “buenos amigos” que se veían esporádicamente. A los dos años más o menos, una tarde, me hablaron por teléfono de Juárez y me informaron que Beto se había suicidado, que se había ahorcado en `el Bosque´ platense (detrás del Observatorio Astronómico), que un ciclista que había penetrado entre la maleza (para orinar o “number two”) lo había descubierto, que hacía más de 48 horas que se había ahorcado cuando descubrieron el cadáver.
¡Te imaginás! Sin aviso, la imagen de Beto se actualizó en mí, dramáticamente. Recordé lo vivido, lo charlado con él y no encontré explicación. Días después, a través de un funcionario policial oriundo de González Chaves, tuve una versión creíble. “Beto Peregrina era homosexual. Hace cosa de 1 año, lo enviaron a la sucursal de calle 12 y 57 para realizar una auditoría y otras tareas conexas. Allí, conoció y se calentó con el contador de la sucursal, Francisco Kuhenca. Al principio, la cosa no pasó a mayores, sólo el guiño cómplice de los empleados de la sucursal y el lastimero comentario, en voz baja, de las empleadas. Después, se presumió una cierta intención de chantaje por parte de Peregrina contra Kuhenca que obligó a la intervención del jefe de auditoría. No pasó nada. Todo prosiguió en aparente calma y orden.
Más tarde, a Peregrina, le llamaron la atención porque no entregaba el informe pertinente y demoraba en exceso su estadía en la sucursal de calle 12. A todo esto, el coqueteo con Kuhenca tomaba ribetes desopilantes y hasta los clientes de la sucursal lo comentaban. Cuando la situación se volvió insostenible, por orden del gerente de la sucursal, Peregrina debió limitar su gestión y entregar el informe. Fue un golpe duro para Beto. Alejado de Kuhenca, con cualquier pretexto, volvía a la sucursal y cuando se enfrentaba a su enamorado se le dilataban las pupilas, transpiraba, sufría taquicardias y mareos. A la hora de entrada, solía merodear por la sucursal y también a la tarde, cuando presumía que podía encontrase con el contador. Por ese entonces, caminaba por `el Bosque´, recitando poesías. A veces, tenía accesos de angustia y lloraba desconsolado. Una tarde, a eso de las 17 horas, unos atletas que estaban entrenando lo vieron penetrar entre los arbustos. No le dieron importancia al hecho. Dos días después, un ciclista encontró su cadáver.”

Yo usaba pollera tableada y saco corto, medias de seda y botas cortas

- Cuando llegué a La Plata, las mujeres usaban el pelo batido, con spray. También, se usaba el corte a lo Jacqueline[2]. En cuanto a la vestimenta, se usaba un traje clásico con pollera por debajo de la rodilla.

- La minifalda fue un par de años después. No estoy en condiciones de valorar si efectivamente fue “una explosión en una sociedad pacata y estructurada”. Mi visión de entonces era la de una jovencita del interior que había vivido su adolescencia en un colegio de monjas. Por lo tanto, tenía una mirada pobre, chata.
De cualquier manera, la moda siempre es trasgresión y recuperación. Te aclaro que yo usaba minifalda. ¡Y cómo y qué minifaldas! Justamente, cuando quedé embarazada de Mariana gastaba minis.

- La minifalda tiene como antecedente el vestido cortón, floreado y de seda, de los años 20 y 30 que aparece en las películas de la época del charlestón.
Después de la minifalda, apareció el hot-pants (un pantalón corto o short, una cuarta arriba de las rodillas, con bota manga). Arriba, nos colocábamos algo largo como un tapado de lana. Se usaba para fiestas paquetas. Usé hot-pants, por primera vez, para una cena que ofreció un financista en el Jockey Club de Punta Lara, entre las piscinas y a la vista de la fresca brisa del río, mientras los muchachos de esmoquin se zambullían en el natatorio para recoger las monedas de oro que arrojaba el anfitrión.

- Hacia el final de la década del 60, se usaba la maxifalda; lo opuesto a la minifalda. La maxifalda llegaba hasta los tobillos. La transición entre la mini y la maxi fue el hot-pants con el abrigo largo, también hasta los tobillos. En la moda, todo es trasgresión y recuperación y se infringe recuperando.

- Aparecen los colores estridentes: el verde amarillo, el turquesa, el fucsia; conjeturo que la variación de colores está íntimamente relacionada con el material de las telas; se popularizan las telas sintéticas derivadas de los hidrocarburos.

- Algunos estudiantes de Ingeniería o Veterinaria usaban vaqueros y zapatillas. Beto Peregrina usaba traje (saco, chaleco, pantalón), camisa, corbata y sombrero; zapatos de cuero y barbita. La barbita era un toque inusual, una impronta juvenil en un joven abogado. Cuando iba al club, usaba ropa blanca: camisa, pantalón y zapatillas con medias; si iba a nadar al Jockey de Punta Lara o si hacía frío, usaba un rompevientos (o buzo) de algodón color blanco o azul y arriba una campera de lana o corderoy. Con matices, los estudiantes o jóvenes docentes de la Facultad de Derecho se vestían igual.

- El pantalón oxford (con botamangas anchas, lo opuesto al pantalón bombilla) es de los años 70. Adolfo usó pantalón oxford para nuestro casamiento. El traje de casamiento de Adolfo es con pantalón oxford.

- No era común que los nuevos estudiantes usaran sombrero; recuerdo que sí usaban los estudiantes avanzados y los docentes. También las mujeres solíamos usar sombreritos o casquitos irregulares que hacían juego con la pollera y el saco.
Yo usaba pollera tableada y saco corto, medias de seda y botas cortas (hechas a medida) forradas con cuero de cordero y borde de nutria. El clima frío y húmedo de La Plata imponía (más allá de la moda y los mandamientos institucionales) los guantes y el tapado; en primavera, usábamos guantes blancos, pollera azul, camisa, chaleco, zapatos oscuros (cerrados), tacos altos y medias de seda. Algunas compañeras usaban traje recto: saco, camisa, chaleco, pollera y, a veces, corbata; era una vestimenta exclusiva para la facultad o los tribunales. No ibas a una confitería o al club de traje.

- A Buenos Aires, viajábamos en tren desde 1 y 44 o en micro. Dos empresas de ómnibus hacían el servicio hasta Constitución y Once. Una tenía la terminal en Plaza Italia, entre 7 y diagonal 77. La otra, en calle 6 y diagonal 79. Nos bajábamos en avenida 9 de Julio y tomábamos el té con masas dulces en Harrod’s. A la noche, cine o teatro.

El que bebe duerme; el que duerme no peca; el que no peca va al cielo[3]

- Mi alcoholismo es parte de una larga herencia. Bisabuelos y abuelos inmigrantes. Un trabajo brutal. La bebida era un vicio más que aceptable; una virtud en cuanto no involucraba al sexo. A la tardecita, en El Yapar, cuando había terminado la extensa y agotadora jornada de trabajo, los adultos de mi familia materna: mis tíos, mis primos y otros parientes, después de una rápida higiene, se preparaban en una ceremonia casi ritual para las libaciones que acabarían cerca de la media noche. En verano, se instalaban en la galería de la casa y en invierno, en el comedor.

- Los adultos se vestían como adultos. Los hombres de pantalones oscuros con botamangas, sombreros, camisas de salir arremangadas por arriba del codo y las mujeres con vestidos amplios, largos y tacos altos. A la hora del cóctel, no parecía que hombres y mujeres habían trabajado tan duro durante todo el día.
Yo adoraba toda la parafernalia alrededor de la bebida: las cubeteras, los fiambres, el queso, los picantes, las aceitunas. El Cinzano bien frío, un toque de Fernet y un golpecito de soda helada.
Adoraba la manera en que los adultos se relajaban y eran felices y se olvidaban de la brutal jornada de trabajo.
Paulatinamente, desde la cocina, acarreando los platitos, me fui uniendo a la fila de los adultos.
A partir de los 17 años, en La Plata, después de dejar el colegio de monjas, el alcohol, que siempre tuvo una presencia fuerte en mi vida, se incrementa hasta convertirse en una neblina, en un sueño de alcohol. Parejas de un rato, de unas horas, que no reconocía cuando estaba lúcida. De desastre en desastre. De ruptura en ruptura. Carecía de sentimiento aún para mi pequeña Mariana. Los sentimientos estaban en un altillo y no entraban en mi conciencia. No era consciente de que estaba loca. La única verdad era una gota más de alcohol. Llegué a despertarme con tres hombres en una cama. No reconocía a ninguno de los tres y nunca más los vi.

- Fue en Córdoba, capital. Sólo me acuerdo el final. Me desperté a la madrugada y fui al baño, intuitivamente. Tuve una descompostura brava: vómitos, diarrea. Tenía semen hasta en las caries, en las uñas; la vagina y el ano eran depósitos de semen. Cuando pude, me arrastré hasta la ducha y me fui recuperando. Fácilmente, estuve más de una hora bajo la lluvia caliente. Cuando salí del baño ya era de día y ahí descubrí mis tres hombres durmiendo, desnudos en la cama. Comencé a vestirme y uno de ellos se despertó. Era un cuarentón o cincuentón. Petiso, morrudo, con una barbita canosa, prolija, de intelectual universitario. Se recuperó rápidamente y se puso un calzoncillo floreado, con piernas. Lo interpreté como una cortesía, un gesto hacia la dama. Me alcanzó una copa de cognac. Era exquisito. Tomé tres. Antes de salir del cuarto, me fijé en la cartera si tenía dinero. Tenía unos pocos pesos. El petiso, que me sonaba a gallego o árabe, sin que se lo pidiera, me extendió un billete de 100 dólares.
- “Para el coche de alquiler”, dijo con un acento que me sonó a francés y agregó:
- “Sírvase usted sencillos que puede necesitarlos”, y me dio 4 billetes de 2 dólares.
Se lo agradecí y me despedí, no sin antes preguntarle dónde estábamos. Los otros dos seguían durmiendo. En la calle, cuando subía al taxi, una tierra seca y un viento caliente, que venían de la ciudad universitaria en construcción, me envolvieron como una antorcha.
- “Hace 90 días que no llueve”, dijo el tachero, con acento cordobés.

- Ciertamente, en el sexo creo que se da la ruptura con nuestros adultos. Ellos eran básicamente puritanos; nosotros explorábamos nuestros cuerpos centímetro a centímetro, con fruición y el detenimiento de un sacerdote durante el santo sacrificio de la misa. No nos negábamos a ninguna experiencia posible: el orgasmo bajo el agua, en una piscina; bolsa de nylon en la cabeza; ahorcamiento con el cinturón; antitusígenos para retardar el orgasmo. Todo era válido. ¡Hasta el amor estaba permitido!

- Cómo llegué, no lo recuerdo. Una mañana de sol, en un patio de más de 80 metros cuadrados, embaldosado, limpio y brillante, desperté con la pequeña Mariana a mi lado. Una vez más, estaba con las monjas; esta vez con mi pequeña hija. Fueron tiempos duros de abstinencia y de reprogramar mi vida. Poco a poco, con dificultad, con mucha ayuda fui saliendo.
Comencé a cursar y preparar, lentamente, materias para rendir. Hasta entonces, sólo había aprobado Introducción al Derecho con Cueto Rúa. ¡Pésimo rendimiento!

Estética me dio vuelta la cabeza

- Cuando estaba cursando Tercer año de Derecho, decidí estudiar latín con la idea de un doctorado en Derecho. Cursaba en Humanidades que estaba en el mismo edificio, en la planta baja. Después me enganché y cursé Idioma Francés (sobre todo para mantener el training en esa lengua) y Estética (¡una maravilla!) por consejo de mi guía y de mi médico; me cambió la vida, la visión del mundo. Estética me dio vuelta la cabeza. Me dio una visión inusitada de la vida que la practico en mi profesión y en la vida cotidiana.

- No recuerdo el nombre del profesor. Francés y Estética eran materias optativas del plan de post grado.
El profesor era muy amable, muy gentil, cuando supo que yo leía francés con fluidez me daba bibliografía en francés.
Tengo la imagen de un profesor muy formal en su vestir y actuar; de riguroso traje oscuro, con corbata. La cabeza era algo similar a un huevo acostado. Calvo. Fumaba L&M. Con la voz cavernosa y metálica del bebedor de whisky. (Te lo dice una alcohólica con “mandato cumplido”).

- Éramos 20 ó 25 alumnos. Una cátedra pequeña.
Allí, cursando Estética, lo conocí a Federico. Era muy afectuoso. Alto, morochón, pelo lacio oscuro. Vestía sport y gustaba a las mujeres. En edad, éramos iguales, algo mayor que el resto. Siempre estaba con un grupo de 4 ó 5 chicas que cursaban Letras. Una de ellas, María del Carmen, era hija de un juez civil que había sido amigo de mi padre, cuando mi padre estudiaba medicina en la universidad de La Plata. Federico me invitó a reuniones en varias oportunidades; nunca acepté porque yo estaba en riguroso tratamiento de desintoxicación. Mi rechazo lo molestó y despertó su curiosidad. Con un pretexto circunstancial, un día me visitó en el convento en que yo vivía. Fue acompañado de una de sus chicas, Neda. Charlamos en la biblioteca del colegio y en un momento me preguntó por qué no vivía más en mi departamento frente a la iglesia de San Ponciano y si lo había vendido. Como para justificar la pregunta agregó: “Está a 2 cuadras de la Facultad.”

Me enteré del crimen 2 años después, en Punta del Este, por boca del propio padre de ella

- “El caso de la traductora asesinada.” Cuando el hecho ocurrió, yo residía en la Argentina. Estaba viviendo aquí, en Buenos Aires; no obstante, no me enteré del asunto. No recuerdo haber leído ni escuchado nada sobre el tema. ¡Vaya a saber en qué mundo estaba inmersa! Me enteré del crimen 2 años después, en Punta del Este, por boca del propio padre de ella que me alquiló una propiedad que él administraba durante dos temporadas[4].

- No estudié el caso. Sólo conocí rumores, versiones, conversaciones de medianoche entre copas y café. Hay que tener presente que se vivía una época de transición. Alfonsín hacía unos meses que había asumido. Grupos que habían tenido poder lo habían perdido o lo estaban perdiendo. La taquería no era manejada por el gobierno ni por la clase política. Estaban enfrentados por los casos de torturas y desaparecidos. “Si no quieren que torturemos, que investiguen ellos o que lo traigan a Sherlock Holmes.” No podés pretender que una policía que durante más de 100 años vertebró sus investigaciones en la tortura, deje de hacerlo en un puñado de meses por orden de un gobierno débil como el de los radicales.
No obstante, en este caso puntual creo que el desencadenante fue una indiscreción de la flaca. No podés tener la lengua ligera cuando no sólo has frecuentado sino también paladeado los frutos de ciertos espacios recoletos del poder[5]. ¡Ser discreto no sólo es una virtud sino una obligación!

- Sí. Todas son versiones. Una que me contó Adolfo y que, significativamente, sólo se la escuché a él, atribuía el crimen a un atentado de la Felipe Varela[6].
En relación con esta versión, se cuenta la anécdota de que cuando se produjo el conflicto del Atlántico sur, Federico tuvo un violenta discusión con su suegra, Margarita Brillickent que es inglesa. El enfrentamiento fue de tal magnitud que él le prohibió, a la madre de su mujer, que ponga los pies en su casa. “¡Ni para ver a sus nietos!”, le habría gritado.

éramos una generación que rendía culto al estudio

- Al Buda Cardozo lo conocí cuando cursaba Latín. Lo habían aplazado en nueve oportunidades en Latín III y estaba recursando. Teníamos varios años más que los otros alumnos. Quizá por eso, solíamos charlar. Era callado, fumaba cigarrillos “Colorados” rubios, sin filtro. Gran fumador. Voz fina. En una charla, me dijo: “El hombre es dueño de las palabras que calla y esclavo de las que pronuncia.” Era fiel a esa consigna. Callaba y observaba. Parecía buena persona, aunque esquemático. A veces, me pedía ayuda para traducir textos en francés. Era estudioso. Bueno, en general éramos una generación que rendía culto al estudio. También discutíamos sobre literatura. A mí me agradaba la literatura que tuviera anclaje en la vida cotidiana: biografías, casos clínicos, la privacidad de las personas. El Buda odiaba todo eso. Para él, era literatura amarilla.
La última vez que lo vi, él iba a rendir por enésima vez Latín III. Yo la había aprobado tres meses antes. Recuerdo lo que me dijo: “De los cobardes, no queda historia.” Se perdió en los pasillos de la Facultad en su lucha desigual contra la lengua de Virgilio.

- A Adolfo, me lo presentó una compañera entrerriana que cursaba conmigo Derecho Internacional. Fue en el jardín del Banco de la Provincia, al lado del la Facultad de Derecho. Había estacionado un Peugeot azul 403 en los jardines del Banco y el guardia le ordenaba que lo retirara. Nos saludó y nos invitó a llevarnos a nuestras casas. Aceptamos. Me llamó la atención su cogote grueso, sus trapecios poderosos, sus piernas arqueadas. Hablaba suave y pausadamente. A los treinta segundos de conocernos, le pregunte qué estudiaba. “Veterinaria”, me respondió. Comprendí qué me llamaba la atención. Tenía olor a bosta como los hombres de mi niñez. Aunque bañadito y con ropa limpia, se le notaban las huellas de los abrojos.
Obra de la casualidad o de la búsqueda nos encontramos en varias oportunidades en el centro, en calle 7, cuando yo salía de cursar. Tomábamos un café o una gaseosa y charlábamos. Él sentía una admiración manifiesta hacia los estudiantes de ciencias sociales: “Ustedes están en contacto con las grandes corrientes del pensamiento, con las escuelas que explican la vida y el universo.” Lo que hoy me avergüenza no es que él lo haya dicho sino que yo lo creyera así. ¡Pecados de juventud!
La primera invitación de Adolfo lo pinta de cuerpo entero. Me invitó a ver La hora de los hornos de Solanas en el cine de la Facultad de Ciencias Económicas. Me pasó a buscar por el colegio y me presentó a sus compañeros de militancia, entre otros a su líder, el Gato Canet, un estudiante de Arquitectura barbado e histérico. Yo tenía un par de zapatos de 200 dólares y estos me hablaban de los pobres y de no sé qué luchas. “Mi lucha es contra el alcohol, no contra el imperialismo”, pensé.
Cuando habían transcurrido cerca de 2 horas de proyección de la película, se apagó la luz eléctrica, simultáneamente, la cumbrera del techo se astilló y un rayo ensordeció al auditorio. Por 3 segundos, el centenar de almas del salón cayó en un silencio abismal. Una voz gritó: “¡Viva Perón, carajo!” y el caos fue total. Cuerpos pisoteados y en lucha por la salida. Los ventanales se abrieron y el agua, el viento y los vidrios rotos nos golpearon sin miramiento, dejando un reguero de sangre entre las butacas ya destartaladas.
Adolfo y 2 amigos circunstanciales me protegieron como pudieron en un rincón. Después de 10 eternos minutos, nos refugiamos en dependencias de la Facultad menos golpeadas por el temporal. Aparecieron algunas linternas y algunas velas. Afuera, en diagonal 77, las ramas de los árboles se quebraban como masitas. Nos “acobachamos” donde pudimos y los cuerpos jóvenes, calientes y agitados, entre cigarrillo y cigarrillo, buscaron en las bromas y en las chanzas una salida a la situación. Unas botellas de ginebra comenzaron a circular en la oscuridad. La lluvia y el viento no amainaban. Los vidrios de los comercios de diagonal 80 estallaban intermitentemente. Las sirenas de las ambulancias y de los bomberos comenzaron a aullar con persistencia.
Cerca de la medianoche lo peor había pasado. Adolfo me consiguió un abrigo y salimos por diagonal 77. La ciudad estaba en la más completa oscuridad. Más que ver se presentía un magma de calles anegadas, cables y postes caídos; en el empedrado de las calles, se sospechaban autos cubiertos y destruidos por las ramas de los árboles.
Sólo quedaba caminar: ¡adiós mis coquetos zapatos!

- Mis médicos me alentaron para que continuara mi relación con Adolfo. Uno de ellos, Fernando Talaño, tuvo una charla con él. “Tenés que darle contenido a tu vida y sentido a tu existencia,” me dijo como síntesis. Han pasado años y ese apotegma es uno de los jeroglíficos que me dan vuelta en la cabeza y no lo comprendo. ¿Qué me dijo mi médico?
De cualquier manera, me entusiasmé con Adolfo y a través de él, con la política. Nos casamos con toda la pompa: misa de esponsales, orquestas, flores, familias y Mariana incluida que estaba tan feliz y contenta como si la que se casara fuera ella. La “luna de miel” la pasamos en el centro histórico de Colonia (Uruguay), en la Posada del Caudillo, propiedad de mi analista.

Caí nuevamente en el alcohol

- Me compré un departamento frente a Plaza Italia. Comíamos bifes de chorizo en el San Jorge de 7 y 54. Participé de la procesión a Vicente López en el 72 para aplaudir y saludar al general Perón. Me dije y me sentí peronista. Asistía a asambleas, pintadas, volanteadas. En marzo del 73, fui fiscal del FREJULI en las elecciones generales y en mayo del 73 con otros miles le gritaba a los milicos “Se van, se van y nunca volverán.”
En julio del 74, se acabó la fiesta. Nuestro departamento estaba a 100 metros en línea recta del local central de la Juventud Universitaria Peronista (J.U.P) y no podíamos comer ni dormir por las balas y las bombas.
Una tarde, al anochecer, la patota de Esteban me allanó el departamento. Por suerte, sólo estaba yo con una amiga, la Japonesa, y el Pata Beltrami que andaba medio escondido. La cosa no pasó a mayores, no robaron ni rompieron nada pero quedé mal, atemorizada. A parir de eso, tus actos no son fruto del sano discernimiento ni del ejercicio prudente de la libertad sino del miedo, del temor. Hablo de los actos cotidianos como estacionar el auto o hacer fila en la ventanilla de un banco. El miedo, el temor te condiciona desde lo público hasta lo más privado.
La situación empeoró más y más. Coloqué a Mariana de pupila todo el día y la visitaba diariamente; sólo la sacaba los fines de semana. A veces, el grado de violencia en la ciudad era tal que los fines de semana me quedaba con ella para no sacarla del colegio. No podía más. No dormía en semanas enteras. La cabeza me estallaba. Los Ford Falcon verdes tiraban cadáveres en las calles. No aguantaba más. Caí nuevamente en el alcohol. Había dejado de tratarme desde que vivía con Adolfo. Cometí un error que un alcohólico nunca puede cometer: olvidarse de que es un enfermo.
En el 75, quedé embarazada de Camilo. Un desastre. Adolfo no podía ingresar a la facultad ni dormir en casa. Andaba prófugo. Lo buscaban para matarlo. Pensé en abortar, en suicidarme. Pensé en Mariana. En un momento de lucidez, consulté con uno de los médicos que me habían tratado. Al principio, me atendió con distancia, desconfiaba. En la sociedad, se había instalado la desconfianza. El otro temía que lo involucraras, que lo contagiaras. Temor al contagio. Al final, la relación se suavizó y me aconsejó que me fuera de la ciudad, que me recluyera con las monjas en otro convento. Me internaron 45 días para una desintoxicación rigurosa; después, me instalé con Mariana en un colegio de General Pirán. El 30 de enero de 1976, nació Camilo en una clínica de Mar del Plata y el 30 de marzo del mismo año (6 días después del golpe militar), Camilo, Mariana, Adolfo y yo cruzábamos, en Bariloche, la frontera hacia el Chile de Pinochet y de ahí a Panamá. En esos días, lo mataron al jefe de Adolfo, el Gato Canet. Fue un golpe duro para Adolfo. Sentía una verdadera admiración por el Gato.

- Era un típico dirigente estudiantil. Rápido mentalmente; hábil orador de asambleas; con la respuesta o la chicana a flor de labio. Nunca tuve afinidad con él ni lo traté mucho. A veces, iba a casa, cuando vivíamos frente a Plaza Italia. Vestía un paletó azul con enganches de madera. Tenía rasgos delicados. Ojos claros; tez blanca; nariz levemente ganchuda. Era hijo de una familia pudiente de la provincia de Buenos Aires. El abuelo había sido político, diplomático y novelista.

Fue un exilio duro

- Fue un exilio duro, como todo exilio. Nunca me integré en una comunidad tan joven. Tampoco soporté el olor, la mugre, el calor, la violencia. ¡Parece joda que yo hable de la violencia de otros, que me asuste de la violencia de otros con toda la violencia de mi familia, de mi generación, de mi pueblo! ¡Con toda la violencia de mi vida! Es como dice el refrán: “ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en tu propio ojo”.

- En Panamá, la violencia es diaria, de todos los días, está en la calle; es una violencia callejera, barrial. Con dificultad, asimilaba la violencia argentina de aquella época: una violencia política cuyas variantes, intuitivamente, manejaba. Por el contrario, en Miraflores se mata en un boliche porque miraste feo, porque llevás una ropa no aceptada por el resto. Se matan por boludeces o cuestiones para mí incomprensibles. Eso me hacía moco.
Por ese entonces, Adolfo estaba siempre de reunión en reunión. Yo lo esperaba en la ventana. ¿Vendrá, vendrá? ¿Lo mataron de un navajazo por usar gafas?

- Me volqué de lleno a Mariana. La llevaba a un colegio de monjas francesas y estaba mucho con ella. Fue un volcarme hacia adentro, hacia mí, hacia Mariana y Camilo.

La chata lo partió al medio

- Estando en Centroamérica recibí la noticia de la muerte de mi padre. Yo no podía ingresar a la Argentina; mi hermano me comunicó, minuciosamente, cómo había muerto.
Mi padre estaba jubilado como médico; no ejercía más en el pueblo y en los papeles. Pero como estaba residiendo en el campo, en Ojo de Agua, cuando algún vecino lo necesitaba, él lo atendía. En una ocasión, un vecino lo llamó por una gripe o algo así. Él fue. Cuando regresaba (en dirección norte – sur), el horizonte se dividió en dos franjas: una muy negra y otra gris oscura. Una pared blancuzca avanzó de oeste a este. Bandadas de pájaros, en desordenada y estrepitosa huida, taparon el cielo hacia el este. La lluvia comenzó. Mi padre,.al llegar a la estancia, giró a la izquierda para entrar por la tranquera y se le atravesó a una chata que venía en sentido contrario. La chata lo partió al medio. Lo mágico, lo extraordinario del caso es que mi hermano venía detrás de la chata, unos 300 ó 500 metros y vio (todos ellos inmersos en un torrente) a mi padre que venía en sentido contrario, vio la chata que venía delante de él (de mi hermano) y pensó “papá va a girar a la izquierda (a la izquierda de él, de nuestro padre) y la chata se lo va a tragar.” Así fue.
Mi hermano fue el principal testigo de descargo de la chata que mató a mi padre.

- La muerte de mi padre produjo en mí un efecto positivo, benefactor, saludable. Me liberó del temor. Muerto mi padre me sentí libre, dueña de mí; predispuesta a la felicidad y al goce.

Una ´segunda´ pareja

- Actualmente, mi madre vive en Quilmes, cerca de la catedral. Se casó en segundas nupcias con Florencio, ¡un compañero del jardín de infantes, salita rosa!

- No sólo que se conocen desde toda la vida, virtualmente, sino que fueron, de alguna manera, pareja también ¡durante toda la vida! Una “segunda” pareja, pero pareja al fin.

- La relación comenzó en el jardín de infantes, cuando Florencio le escondió “la bolsita”[7] a mi madre. Así, entre llantos y agresiones, llegaron a la primaria, cuando, en algún momento, comenzaron “a noviar”.
Con intervalos y reencuentros la relación continuó durante la primera juventud hasta que Florencio viajó a la ciudad de Buenos Aires para comenzar sus estudios de medicina que nunca terminó.
Por esos años, mi madre perdió todo contacto con Florencio y la familia de él, quienes se habían establecido en Avellaneda.
Un verano, se reencontraron en Mar del Plata. Ambos ya estaban casados y con hijos pero el fuego entre ellos continuaba y tuvieron ocasión para avivarlo y alimentarlo.
Después, la separación hasta el próximo abrazo que se daría 2 ó 3 años más tarde.
Cuando mi madre quedó viuda, Florencio, que trabajaba en un laboratorio de productos medicinales, tenía a su esposa enferma de parkinson.
Aún en vida de la mujer de Florencio, la pareja tomó cierta continuidad y consistencia y cuando ella murió, legalizaron la situación y se fueron a vivir a calle Rivadavia, en Quilmes.

Es hora de ir por la vereda del sol[8]

- Habíamos comenzado una larga charla con Adolfo que en parte todavía no ha concluido, si bien ha cumplido etapas irreversibles. El esquema de nuestras charlas era el siguiente: él o yo partíamos de una verdad no cuestionada, de una utopía, de un afecto antiguo y lo planteábamos al otro, al principio, como una certidumbre; en el devenir de la conversación introducíamos matices, distingos, precisiones que relativizaban el punto de partida. Buscábamos en el otro que aceptara la nueva postura, el cambio, la modificación; a veces, la refutación o negación. Este ejercicio de diálogo lo realizábamos todas las noches, disciplinadamente. Poco a poco, Adolfo fue asumiendo un cambio, una transformación que estaba en él desde que llegamos a Panamá. Fue encontrándose, aceptándose. Aceptando que no estaba obligado a lo imposible, por definición. Aceptando que podía ser feliz, que no estaba condenado ni al fracaso ni al sufrimiento. Adolfo dejó la política; asumió esa decisión como una emergencia de su manera de sentir.
Contrariando lo que un pensar ingenuo puede suponer, nuestra pareja se enfriaba a medida que aumentaba nuestra comunicación, nuestro diálogo. En esas charlas, comenzó a desvanecerse nuestro deseo sexual en la pareja para extinguirse definitivamente con el correr del tiempo. El sexo fue, en nuestra pareja, indirectamente proporcional a nuestra amistad.

- Pensamos establecernos en EEUU o Europa pero surgieron dos inconvenientes. El mejor argumento que tuvo Adolfo para romper con su círculo de compañeros era que quería terminar su carrera de veterinario en México, dando a entender que allí proseguiría su militancia. Le faltaban 4 ó 5 materias. De tal manera, planificamos nuestra ida a México. Ahora bien, cuando ya estábamos próximos al viaje, me llegó una jugosa propuesta para atender los asuntos legales de una empresa europea en Quito, Ecuador.
Me instalé en Ecuador con Mariana y Camilo mientras Adolfo hacía los trámites de reválidas en México. En Quito, comencé mi camino profesional con paso firme. Trabajé y estudié mucho. Viajé a Europa y EEUU por cuenta de la empresa y tuve importantes vinculaciones con la banca francesa que sería quien en definitiva me abriría un portón aquí, en la Argentina.

- Excepto encuentros esporádicos, estuvimos separados con Adolfo cerca de 2 años. Cuando regresó de México para instalarse en Ecuador, recibido de “médico veterinario”, la situación en la Argentina había cambiado. Lo más duro de la dictadura militar había pasado y Galtieri[9] se encaminaba al papelón de Malvinas.

“¡Buenos Aires, cómo me hieren los acordes de un gotán![10]

- En diciembre de 1982, Adolfo, Mariana, Camilo y yo aterrizamos en el aeropuerto de Ezeiza. En el viaje desde Lima, vine leyendo la revista Humor. El país se encaminaba hacia una apertura. Hasta febrero del 83, fijamos nuestra residencia en La Plata y aprovechamos a visitar amigos sobrevivientes y parientes. La Plata me asfixiaba. No podía sonreír. No era la ciudad juvenil y desenfadada de los años sesenta. Era una ciudad con miedo, militarizada. La mujer era tratada como en el resto de América española. Las más altas jerarquías eclesiásticas hablaban de la mujer descalificándola. Busqué contactos para instalarme en Francia y en esos trámites me surgió un buen trabajo en Capital Federal.
Adolfo estaba adormilado, perdido. Vacilaba. Creía que los muertos del pasado estaban vivos. Adolfo no había viajado a Europa ni a EEUU; tenía una visión antigua, trasnochada y no fui capaz de transmitirle la nueva visión. No obstante, colaboró conmigo y nos compramos una casa en Villa Urquiza.
Mariana comenzó a volar sin ayudas y a Camilo lo instalamos en un excelente colegio. Todo bien, excepto nuestra pareja que como tal, comenzó a morir en nuestras charlas centroamericanas, expiró en Ecuador y en la Argentina ya no quedaban ni frías cenizas.
De cualquier manera, yo estaba enfrascada en lo laboral, con anteojeras como los caballos, no podía mirar a los costados. Gracias a Dios, la vida me aguardaba con una experiencia alucinante, intensa, gratificante.

No llores mi partida./ Nos encontraremos / en el imperio fantasmal de las arenas futuras[11]

- De Villa Urquiza a Retiro, siempre me traía el mismo remís, aproximadamente a las 10 de la mañana, de lunes a viernes. Para no entrar abruptamente a la oficina, los días agradables, le decía al chofer que me dejara en la esquina de plaza San Martín. Así, caminaba lentamente 200 metros hasta Florida, mientras me ordenaba intelectual y emocionalmente para ingresar a un ámbito donde no escaseaban los codazos ni las zancadillas.

- Justamente, como entrar en el área chica de Peñarol.

- Un día, mientras caminaba distendidamente, observé cambios y movimientos en un negocio que estaba en el trayecto entre la plaza y mi oficina. Sobre todo, llamó mi atención una moto negra, imponente que atravesaba la vereda. Mecánicamente, miré hacia adentro y allí, enfundado en un conjunto de cuero negro que hacía resaltar su metro noventa y su maravilloso pelo rubio estaba el hombre más buen mozo del mundo. Él también me vio ya que a mí se me cayeron unas hojas; en realidad, creo que las tiré de nerviosa. Se acercó. Nos saludamos, mientras yo trataba de disimular la emoción. Recogió las hojas y me las entregó solícito. Fue la primera vez que lo tuve a mis pies. Llegué a la oficina sin saber dónde estaba. No podía dejar de reírme sola y debía hacer esfuerzos para no decir disparates, para “bajar a tierra”.
Esa misma tarde, comenzó mi peregrinaje a la modista y a la peluquería. Durante días, semanas, busqué una imagen que compatibilizara mis obligaciones profesionales con una apariencia suelta que armonizara con “una moto de tamaña cilindrada”. Cuando entendí que la había logrado, le dije al chofer que nuevamente me dejara en la plaza. El nuevo negocio ya estaba instalado y al frente del mismo su seductor dueño.
Después del cierre bancario, fui a la peluquería y me retoqué con esmero. Recorrí lentamente las dos cuadras e ingresé al negocio. Para mi asombro, me reconoció inmediatamente y cuando me retiraba tuvimos unas breves palabras de despedida. Lo advertí algo introvertido y tímido. La visita a la peluquería y mi paso por su negocio se transformó en un rito de todos los días. Con el paso del tiempo, me enteré que se llamaba Alfredo, que era hijo de un médico de Lomas de Zamora que hacía poco había fallecido y que él se había hecho cargo de los bienes de la familia y había comprado ese negocio. Cuando me contaba eso me sorprendí pensando que no había urgencia, la iniciativa era mía: lo tendría a mi alcance de lunes a viernes.
La “semana de la dulzura” me regaló una flor y me besó, tímidamente. Volví a la oficina pensándome una heroína de novela.
Muchas noches aquel beso volvió a mi memoria.
El clima se fue enrareciendo: cuando entraba al negocio y nos mirábamos todo desaparecía. Los contactos se ponían cada vez peor y yo, no sólo no hacía nada para evitarlos, sino que al contrario, pasaba horas preparándome para la compra de la tarde. Tampoco escatimaba tocar temas provocativos, pese a saber que todo eso no estaba bien, que estábamos jugando un peligroso truco de seducción. Oscuramente, comprendí que ya no podía detenerme; me sentía como bajo los efectos de algo superior e irrefrenable. A esto, hay que agregar sus gestos, su gentileza siempre cargada de intención; las letras de las canciones que él ponía al verme entrar y que eran verdaderos mensajes explosivos. El deseo estallaba como las olas en los acantilados: estruendoso, explosivo, inevitable. La mezcla de todos estos elementos estaban formando una bomba atómica lista a explotar con la menor chispa.
Pocos días después, al darme el vuelto, lenta y firmemente tomó mi mano cubriéndola con la suya mientras sus ojos me devoraban. Este contacto llegó cargado de 20.000 voltios; los dos quedamos fulminados; yo atrapada dentro de la profundidad de aquellos ojos verdes y la fascinación de sus labios delgados y firmes. Toda esa inmensidad duró apenas unos instantes. Su sonrisa algo displicente, sabiéndose irresistible y triunfador, me bajó a la tierra. Retiré mi mano totalmente perturbada y sin saber muy bien qué hacía salí furiosa conmigo misma por haber bajado la guardia de tal forma.
Pasados unos días volví a comprar y allí llegó el momento tan ansiado y tan temido: me pidió que tomáramos un café.
Nunca me probé tantos vestidos: enloquecí a las modistas. Nunca exigí tantos masajes. Nunca fui tan puntillosa en la depilación y en el maquillaje. Jamás, volveré a vivir la magia de aquel encuentro. Jamás, desee y esperé tanto a un hombre.
Vivimos un amor maravilloso. Compré un departamento de un dormitorio en avenida Córdoba, cerca “del bajo”, y decoramos nuestro nido de amor con una cocina que ocupaba medio departamento, donde aderezábamos pavos rellenos y calamares del tamaño de un zepelín, sus platos preferidos.
Para la inauguración, le regalé seis juegos de copas de cristal porque Alfredo seleccionaba la copa según el vino que tomaba.
Fue tanto lo que nos dimos, tanto lo que recibí que, por ese amor, estoy absolutamente segura, estaré en deuda con Dios por muchas vidas.

- Finalmente, concretamos el divorcio y la separación de bienes con Adolfo. Vendimos la casa de Villa Urquiza y yo compré este piso. En el transcurso, había nacido Francisco, fruto querido y buscado de mi relación con Alfredo.
Cuando Francisco tenía 2 años y 3 meses, un sábado a la mañana, Alfredo me llamó desde Lomas para decirme que se iba en una travesía hasta Lima, Perú, con su escudería. Dos horas después me llamó desde aquí abajo, desde la avenida por el teléfono celular. Nos asomamos a ese balcón, Francisco y yo, para saludarlo y desearle feliz viaje. Estaba como siempre, fascinante, como un dios del tercer milenio, en su traje de cuero negro, su casco, sus guantes, su moto negra, imponente. Fue la última vez que lo vimos. A la tarde, a las 13, me llamó desde Río Tercero, Córdoba y ya entrada la noche me comunicó que estaban saliendo de Córdoba capital en dirección a Tucumán. Fue la última vez que escuché su voz.
A las seis de la mañana del día domingo intenté comunicarme a su teléfono celular; la operadora me informó que el teléfono estaba fuera de servicio o fuera del radio de acción de la antena. Supuse que era esto último. Insistí varias veces. A media mañana, una voz me informó que Alfredo había sufrido un accidente bravo y que estaba en una sala de primeros auxilios. Inmediatamente, despaché una avioneta de emergencias médicas con la orden de traerlo. Más tarde, en un helicóptero, viajó un sobrino mío que es médico legista. Todo fue en vano. La suerte estaba echada; Alfredo había muerto en la caída, a los pocos minutos del accidente.
Nunca le he pedido a Dios que permita que nos encontremos en otra vida. Sería una exigencia desmesurada de mi parte. Sólo le doy gracias por haber permitido nuestro amor. Estoy hecha por el resto de mi vida y por varias vidas venideras.

- Está enterrado en Lomas de Zamora, su ciudad natal. Nunca visité su tumba ni siquiera volví a nuestro departamento de avenida Córdoba. La Japo retiró nuestras pertenencias y lo vendió. Jamás regresé a esas paredes en donde fui tan feliz, donde estallé de goce. No hubiera soportado el regreso, el estar ahí sin Alfredo. En definitiva, a ese departamento lo compré para ser su piel, para ser carne de su carne, su deseo, sus ansias, su todo. Ya fue.

La suavidad de la paloma y la astucia de la serpiente

- La Japo sigue ligada a mí. Pasamos una ponchada de años sin vernos. La reencontré trabajando en un hotel internacional de calle Moreno, aquí, en la Capital Federal. Durante 10 años, pensé que estaba muerta o presa. Ella pensaba lo mismo de mí y de Adolfo; gracias a Dios, estamos vivas y tenemos una situación parecida: sin hombres “casa adentro”.

- Por la década del 70, sufrió varias detenciones. En una oportunidad en que estuvo detenida en la Brigada de Investigaciones de calle 55[12], la golpearon fuerte y la presionaron para que se infiltrara en el activismo obrero estudiantil e informara sobre los militantes y otras yerbas.
Milagrosamente, pudo zafar argumentando que debía viajar a Florianópolis (Brasil) para atender una prima que tenía cáncer y dos hijos de corta edad.
Un amigo de Colonia Urquiza, Evaristo Cantero, le arregló los papeles y, ya fallecida su prima, viajó a Madrid desde San Pablo.
En España, a través de la familia Moraves (antiguos vecinos de Melchor Romero[13], residentes en España desde los años 60), se inició en el trabajo de hotelería y llegó a regentear un complejo hotelero que tenía jugosos convenios con tarjetas de nivel internacional.
Y ocurrió lo imprevisto, lo no buscado conscientemente: quedó embarazada de Diego, un directivo de la cadena de hoteles.
El embarazo la sumió en una profunda confusión. Por un lado, no aceptaba el aborto bajo ningún concepto o argumento; enfáticamente, deseaba ser madre lo que colisionaba con el mandato familiar (hija de agricultores japoneses de Colonia Urquiza) que prohibía ser “madre soltera”. Tampoco la seducía ser “la segunda” (Diego era casado y con 3 hijos), “la otra”, la madre de “un hijo extra matrimonial”.
Adoptó una determinación: “Viajaré a Buenos Aires y allí tendré mi hijo.” En 15 días, ordenó todas las cuentas y la documentación de la empresa.
En la caja fuerte, dejó una carta para Diego donde le detallaba el estado financiero de la empresa, lo aconsejaba sobre pasos a seguir y le agradecía su “afecto y contención”. En la carta mencionó a Evaristo (que por entonces residía en Miami) y dejó la puerta abierta para que se fantaseara con “una deuda que debo pagar y una experiencia de la que no me puedo privar”.
En Buenos Aires, nació Tamara, una hermosa niña de raza blanca, cabellos rubios; en la información genética predominó Diego; tiene, sí, algunos rasgos japoneses como los ojos y los labios que arman una belleza diferente. De la madre, sacó, sobre todo, la tersura de sus gestos, de sus ademanes, la ductilidad de su decir: la suavidad de la paloma y la astucia de la serpiente. Estudia en una escuela trilingüe: español, inglés y japonés.

- Por lo que ella me ha contado, Diego jamás se enteró que tiene una hija. Tampoco sabe que vive en Buenos Aires. Cuando la encontré, estaba sola, muy sola con su hija que era pequeñita y se pasaba el día trabajando, ¡a lo japonés! Siempre ocupó funciones de responsabilidad y alta remuneración.
Mi amistad le cambió la vida; nos apoyamos mutuamente. Ahora, trabaja mucho menos y salimos 2 ó 3 veces por semana.

Básicamente, tuve tres etapas. Tres hijos.

- Ese paso no lo he dado. Es una asignatura pendiente. Yo estaría muy satisfecha de que Francisco conozca a su abuela, a sus tíos y primos paternos pero la cuestión tiene sus vueltitas.
Hablar con la madre de Alfredo es un paso que no he dado y pienso que no lo daré, excepto que Francisco lo pida imperativamente. Hay que dar muchas explicaciones y jamás la he visto. Sólo conocí fugazmente, en una audiencia judicial, a un primo de Alfredo.
El cuerpo de Alfredo lo trajo mi sobrino; él lo entregó a sus familiares en Lomas de Zamora y jamás recibí una comunicación, un gesto. Alfredo me llamaba todas las noches antes de dormir, desde su cuarto, desde su cama. Pienso que esa casa en la que nació y crió debe de estar llena de marcas de Alfredo que ayudarían a la identificación y a la salud espiritual de Francisco. No obstante, en este asunto, me siento con las manos atadas. Dejemos que Dios provea.

- Adolfo, cuando Camilo era más chico, solía venir una o dos veces por mes. Para mi cumpleaños y para el cumpleaños de los chicos siempre viene y nos saluda. Mariana siempre lo integra en las fiestas familiares.

- Muchas veces siento la necesidad de un hombre, encontrar otro cuerpo en la cama, conversar con alguien cuando vuelvo del estudio. En esta situación, no es fácil encontrar una pareja permanente, un marido. En realidad, mi único marido fue Adolfo, con Alfredo nunca hicimos vida marital.
Era mucho más fácil cuando en mi departamentito de La Plata, me dejaba sacar la bombachita de algodón mientras me quitaba la zapatilla izquierda con el pie derecho y la derecha con el pie izquierdo. Otros tiempos.

- Básicamente, tuve tres etapas. Tres hijos. La primera signada por el miedo y la inexperiencia; la segunda, por la utopía y la ingenuidad; la tercera, por la pasión y la madurez.

- A la Hermana Ofelia, la voy a visitar todos los años. Estoy 2 ó 3 días con ella en el convento de Catamarca. Está viejita y pierde la memoria; a mí, me reconoce perfectamente. También, a Mariana aunque a veces cree que los hijos de Mariana son mis hijos.

- ¿La imagen más recurrente? No sé si sucedió en realidad o es construcción de mi fantasía. De cualquier manera, la vivo intensamente una y otra vez; la busco. Un grupo de muchachos estaba haciendo cajac en Punta del Este; yo estaba con ellos. Al atardecer, se internaron 4 cajacs en el mar y yo quedé sola en la playa con los bártulos de los remeros y una carpa canadiense plegada en el piso. Las horas pasaban y los muchachos no venían. Me puse un camperón para protegerme del frío y me acosté sobre la carpa tirada en la arena. En ese momento, las olas trajeron hasta la orilla un cajac. El remero lo arrastró hacia los médanos. Se quitó el traje de neopren y se acostó a mi lado. Era inmenso; de barba renegrida y apiñada. Lo abracé. Estaba helado, mojado y salado. Poco a poco, minuto a minuto le fui transmitiendo mi calor, mi vida. Así, segundo a segundo, minuto a minuto, durante horas, años, siglos lo envuelvo en mis brazos, le doy mi calor, mi vida.

[1] Zona densamente arbolada de la ciudad de La Plata comprendida, aproximadamente, entre las calle 115 a 122 y 50 a 60. También, en ese espacio tienen su asiento el zoológico, el Museo de Ciencias Naturales, el Observatorio Astronómico, entidades deportivas y otras instituciones. (El Ordenador)

[2] Se refiere al peinado que popularizó, en los años 50 y 60, Jacqueline Bouvier, casada con John F. Kennedy, presidente de los EEUU. (El Ordenador)

[3] Refrán. (El Ordenador)
[4]
CRIMEN DE LA TRADUCTORA
El padre de la víctima, Frank Arthur Bowles, arribó a la ciudad de Buenos Aires procedente de Uruguay donde reside. El señor Bowles es un conocido agente inmobiliario de la vecina orilla.
Asimismo, según fuentes allegadas a la familia, habría sido llamada de urgencia la madre de la víctima, Margarita Brillickent, que estaba en Inglaterra visitando familiares como lo hace anualmente.
Los padres de Ailín C. Bowles se hallan separados desde hace más de 3 lustros.
Pág. 33 – Crónica - Domingo 15 de julio de 1984 – La Plata – Argentina.

[5]
¿Un crimen ritual?
El secretario del juzgado Penal número 22, Benito Fonsecattia, confirmó que en el sumario judicial instruido por el secuestro y muerte de la traductora Ailín C. Bowles, hay agregados informes sobre una reunión realizada en Bariloche por la Iglesia Universo Cristiano.
Federico Bird Climber habría concurrido a esa reunión con su esposa. Ambos habrían sido vinculados a la llamada secta Muun por la variante española de la Iglesia Universo Cristiano, particularmente activa entre los sectores universitarios de la península Ibérica.
En la misma dirección, los sabuesos revisan las declaraciones de David Bohm quien estuviera detenido por el crimen.
Actualmente, el sospechoso residiría en la ciudad de Boston y su libertad se habría logrado luego que el padre del detenido contratara un prestigioso estudio jurídico que cuenta en su plantilla con dos ex ministros de la Nación.
David Bohm sólo reconoció su amistad con el esposo de la bella traductora asesinada.
Pese a la “apresurada” autorización del juez para que el detenido abandonara el país, los investigadores son optimistas sobre el esclarecimiento del crimen.
Pág. 35 –– Crónica – Miércoles 22 de agosto de 1984 – La Plata – Argentina.

[6] Felipe Varela, organización político-militar que surgió a la luz pública después de la derrota militar del Ejército Argentino en las Islas Malvinas, 1982. Exhibían un discurso “nacionalista”, antibritánico y se atribuyeron atentados a propiedades relacionadas con Gran Bretaña. (El Ordenador)
[7] Alude a una bolsa de tela donde los niños del preescolar llevan su material didáctico. (El Ordenador)
[8] El Labuelo. (El Ordenador)
[9] Leopoldo Fortunato Galtieri, general y presidente no constitucional de Argentina. Le declaró la guerra a Inglaterra en abril de 1982 por lo que fue aclamado por miles y miles de argentinos en la histórica Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires, al grito de “¡Dale Leo!”, “¡dale Leo!”. (El Ordenador)
[10] El Sopa. (El Ordenador)
[11] El Sopa. (El Ordenador)
[12] Casona lóbrega y oscura de calle 55 entre 13 y 14, donde funcionaba la Brigada de Investigaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, centro de detención clandestino durante la dictadura militar (1976-1983). Anteriormente, había funcionado la Brigada anticuatrerismo y abigeato de esa policía. (El Ordenador)
[13] Localidad del partido de La Plata, a 42 kilómetros al sudoeste de la ciudad capital de la provincia de Buenos Aires. Predomina la actividad hortícola y es célebre por su complejo hospitalario destinado a atender “a los pobres de solemnidad atacados por enfermedades comunes o de demencia”. (El Ordenador)